La habitación estaba a oscuras. El hombre no podía dormir. Fue por un somnífero y agua. A un metro de la heladera lo encontró su hijo que volvía del hospital. Se le acercó amenazante. El hombre lo desafió con su mirada. ¿Cómo pudiste? Dijo el más joven, con una enorme ira contenida en su voz. ¿Cómo pudiste? Repitió. El hombre no dijo nada. Bebió el resto del agua, dejó el vaso sobre la heladera y salió de la cocina. Entonces el joven se sentó con la cabeza entre las manos. Necesitaba procesar los hechos de las últimas horas. Después fue a su habitación y con la serenidad de las decisiones bien meditadas, sacó la mochila de campamento de su placard y empezó a llenarla.
Antes,
mucho antes, había sospechado su carácter de hijo adoptivo en susurros de
conversaciones escuchadas al pasar, en murmullos que se esforzaba por entender.
La ambivalencia de esas frases, si las unía a los rasgos de semejanza con su
madre, eran una herida para su inteligencia. En algún momento de la
adolescencia se dijo que no pensaría más en eso. Pero la decisión no le impidió
seguir advirtiendo los silencios entre sus padres. Los fastidios. La tristeza
permanente de su madre. Las discusiones. A veces, los golpes.
No
le había extrañado la ausencia de familiares maternos. Se había creído la
explicación repetida durante años, desde que empezara a preguntar. Primero un
cuentito, después detalles. Recordó ahora que las respuestas más completas
siempre habían venido del hombre, mientras su madre callaba. Por algún vicio en
la concepción de género, no había sospechado de esa contradicción. Hasta que
dejó de preguntar y se sometió a la organización de la vida que su padre le
había planeado. Por meses y años le pareció inexplicable su desazón, su
angustia, la sensación permanente de soledad. No había hecho amigos en el
secundario y apenas alguna noviecita que se conmovía de su tristeza.
Un
día, caminando por el centro vio una gran manifestación que encabezaban mujeres
con pañuelos blancos en la cabeza. Lo ensordeció la firmeza del reclamo que
oía.
Con vida los llevaron.
Con vida los queremos.
Alejándose
y acercándose, siguió por la vereda la marcha de ese grupo.
¡Ahora, ahora
resulta indispensable
APARICIÓN CON VIDA
¡Y CASTIGO A LOS
CULPABLES!
Fotos en blanco y negro danzaban arriba, al compás de la brisa o de los movimientos de la gente. Cientos de fotos, desde donde lo miraban rostros que le parecieron lejanos y cercanos a la vez.
Llegó
muy agitado a su casa y fue derecho a su habitación. Se recostó y cerró los
ojos. De pronto, recordó retazos de un poema y abrió la puerta más alta del
placard para encontrar la revista donde lo había leído. La tenía escondida. Leyó
el texto como la primera vez. Y recordó que la había escondido por intuir que
su padre se la censuraría. Se la había regalado uno de quinto, en el
secundario, con el pretexto de que en su casa lo mataban si se la encontraban. Después
de leerla a escondidas, la metió muy arriba en el placard, debajo de una
colección de aeromodelismo que le habían regalado en la infancia. De pronto, su
terrible sensación de soledad se había apaciguado. Se secó las lágrimas que le
brotaran inexplicablemente y volvió a meter la revista en su escondite. Pensó
en lo que le había atraído de ese poema y en las conexiones intuitivas del pensamiento.
Se
duchó y regresó al hospital. Su madre todavía estaba inconsciente, conectada a algunos
tubos. El matrimonio estaba discutiendo, justo cuando él llegó. Ya no llevaba
la cuenta de las peleas que escuchaba desde niño. Al principio él se escondía
debajo de la cama, y cuando salía de su refugio, fingía ignorar las marcas de
ella. Una vez, ya adolescente, lo enfrentó. Dejá de hacerte el macho, viejo. Le
había dicho con el puño en alto y apartando a su madre. Más tarde, le propuso
irse de esa casa. Vámonos mamá, no se puede vivir así. Pero ella… lo sorprendió
con su pregunta. ¿Y tus hermanos qué harían? Entonces la miró perplejo. ¿Por
qué ella no los contaba también para escaparse? Todos. Dijo. Nos vamos todos. Pero
ella contestó, Nos buscaría y andá a saber qué hace. El hijo comprendió que
estaba muerta de miedo. Ella agregó. Dejémoslo así, yo aguanto.
Él
se retiró a su cuarto sin terminar de entender ese miedo de su madre. Pensó que
era porque no entendía a las mujeres. O por lo menos, a su madre. Pero lo peor,
había sido la esa noche en que llegó en plena pelea, cuando intentó separarlos.
Vos no te metas, guacho de mierda, dijo él. La mujer reaccionó. Calláte. Calláte
por favor. No me callo un carajo. Que lo sepa, pendejo engreído, que sepa la clase
de zurdo hijo de puta que fue su padre. Ella le tapó la boca con la mano. Los
miraba alelado. Las inquietudes, las dudas, las ambivalencias restallaron otra
vez en su cabeza.
Se
aclararon poco después, cuando sentado en la orilla de la cama de su madre, escuchó
toda la narración como si fuera un casette grabado hacía mucho tiempo para él.
Con el mismo tono monótono para narrar el horror de la detención que la alegría
de su nacimiento, empañada por la suciedad del cautiverio, la mujer cerró en un
círculo su historia, que ahora comprendía.
Deseó no ser el trofeo ni que su madre lo fuera, a cambio de la vida.
Deseó haber muerto allí mismo en esa celda oscura, antes del primer vagido.
Después ella le dijo que quería dormir, y él con la ansiedad mezclada de furia
y dolor buscó al hombre por toda la casa sin encontrarlo. Regresó al cuarto de
su madre para ver cómo estaba y descubrió el frasco de somníferos vacío en el
suelo. Corrió al teléfono para llamar a una ambulancia.
Un
médico lo apartó de esas imágenes. Está fuera de peligro. Le dijo. Escuchó la
voz como si viniera de otro mundo. Caminó detrás del guardapolvo hasta la
habitación de la mujer, le dio un beso largo en la frente y luego regresó por
el mismo pasillo y a otro más ancho que lo llevó a la salida del hospital.
Mientras el viento del
otoño le azotaba la cara, caminó sin poder librarse del asco que sentía. Volvió
a la casa y encontró al hombre a un metro de la heladera. Después fue a su cuarto,
sacó la mochila de campamento y antes de cerrarla, arriba de todas sus cosas,
acomodó la revista con el poema del combatiente. No pudo tampoco despedirse de
sus hermanos, porque la ambigüedad de ese concepto se lo impidió.