En cariñoso recuerdo de todas mis alumnas y alumnos
de Valentina Sur y de San Lorenzo Norte
Analía cerró
la puerta de calle y se detuvo a mirar la tierra arenosa de la vereda. Un
fresno raquítico crecía a un costado de la casa premoldeada. Avanzaba agosto y
no traía el árbol ningún brote todavía. Analía tenía sed, pero se aguantó.
Acomodó el bolso en el hombro y empezó a caminar. El bolso pesaba bastante.
Había metido todo lo que le pareció útil, camisón, bombachas, otro pulóver, dos
camisetas, medias, las zapatillas nuevas, y las carpetas, porque pensaba seguir
yendo al colegio mientras pudiera.
Unas cuadras más lejos se enfrentó
al alambre tejido de otra casa, con un álamo que sombreaba todo el patio a esa
hora de la mañana. Al fondo se veía un rancho, mitad adobe mitad ladrillo. No
sabía qué hacer y terminó sentándose en el piso seco de la vereda. Una mujer
gorda salió, secándose las manos en el delantal. Después, se las llevó al pelo
instintivamente; a las pelusas del costado de la cara, como para emprolijarlo
apretándolas contra la sien con sus manos húmedas. Analía hizo coraje, se
irguió y le habló muy seria. Pero la mujer ya sabía, y casi sin palabras la
hizo pasar.
En la cocina de leña que humeaba un
poco, ardía un pequeño fuego. Una olla dejaba escapar vapor y también una pava
con la que la mujer estaba tomando mate, más retirada hacia el costado de la
olla, para que no hirviera. La hizo sentar. Analía se sentía incómoda, quizás porque
no tenía palabras para decirle a la mujer. Ésta, a su vez, no remediaba el silencio instalado
entre ambas y por ser el primero, no se sabía si era de complicidad o de
antagonismo. Pero tomaron mate dulce un rato.
La mujer estaba sentada cerca de la
cocina, para abrir la puertecita de hierro e ir echando los tronquitos adentro.
Se sirvió un mate que tomó largamente mirando el piso, y se tomó su tiempo para
alcanzarle el segundo a Analía, que empezaba a ponerse nerviosa. Finalmente, la
mujer se paró y le indicó con un gesto que la siguiera. Atravesaron un pequeño
pasillo muy oscuro, y la mujer entreabrió una rústica puerta de madera gruesa.
La luz entraba por la amistad de una pequeña ventana con cortinas floreadas.
Una cama y su mesa de luz, una silla y un ropero viejo completaban la habitación.
Analía dejó su bolso sobre la silla y miró interrogante a la vieja. Ésta dijo:
–Por ahora se acomodarán acá; después veremos. Podés arreglar tus cosas si
querés. – La piba asintió. Se miraron a los ojos y cuando afloraron las
lágrimas en los de la pequeña, la vieja la abrazó fuertemente y le acarició el
cabello. Luego salió sigilosamente del cuarto.
Analía se sentó en la cama y puso
la cara entre las manos; se quedó un rato así, pero después las apoyó sobre las
rodillas, y con el dinamismo que la caracterizaba se levantó, desanudó la tira
del bolso y empezó a sacar sus cosas. Abrió el ropero y ordenó allí la ropa.
Dejó las carpetas afuera, para repasar los temas de ese día. La vieja se asomó
a la pieza y la ayudó a sentarse en la cama, para que leyera. No dijo nada. Más
tarde la llamó a comer y Analía fue hasta la bomba del patio para lavarse las
manos. La vieja le sirvió un plato de sopa y después puso una fuente con
puchero sobre la mesa. Comieron en silencio. Ayudó a lavar los dos platos y a
retirar los restos de comida, volvió a lavarse y luego regresó a la pieza para
ponerse el guardapolvo. Tomó sus carpetas y dijo hasta luego. La vieja la
volvió a abrazar y le dio unas palmaditas en la espalda.
En el colegio, la algarabía de
siempre. La chica quería decirle a
alguien más que estaba embarazada, pero dudaba entre la preceptora, el director
o la asesora pedagógica. Por fin, se lo contó a su amiga de la primaria.
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