“En el nombre de Dios yo pregunto si Estelita está en Cutral Có.” “En
el nombre de Dios yo pregunto si Estelita está en Neuquén.” “En el nombre de
Dios yo pregunto si Estelita está en peligro.” “Si está viva/si está muerta/si
está herida/si está sola/si está con gente/si está en su casa/si está en una
escuela/si está en las calles/si está en la ruta.” El batón floreado se balanceaba al compás de los tres pasos
con los que el cuerpo acompañaba el movimiento del brazo tres veces sobre la
cinta atada al picaporte de la puerta. La mujer, cansada de su ir y venir sobre
la cinta desde hacía mucho rato, se sentó un momento en la silla junto a la
mesa de la cocina. Después se levantó pesadamente y fue hasta el teléfono a
marcar el número de su cuñada.
A muchos kilómetros de allí, en una capital de
provincia, la gente se movía en oleadas de indignación, pasión política y
angustia. Eran las dos, tal vez las tres de la tarde. Grupos de manifestantes
se encontraban en las esquinas frente a la casa de gobierno buscando a sus
referentes políticos. El estupor y la furia se revelaban en los ojos grandes
por el horror. Algunos todavía brillaban bajo las lágrimas derramadas desde la
mañana.
El batón se balanceaba ahora al ritmo del pie que acompañaba
el marcado de cada número en el teléfono. La prontitud de la respuesta le dio
el parámetro de la ansiedad de su cuñada. ¿Mercedes? Escuchó, y percibió en el
tono que al llanto continuo en que la había encontrado unas horas antes, le
había sucedido la ansiedad de una leve esperanza.
La gruesa columna de humo subía lentamente, blanca.
Era una nube sobre las cabezas reunidas en torno al fogón. Estelita se acostó
sobre una cubierta que no habían encendido todavía. En su piquete, por ahora,
sólo habían prendido leña, porque no era el primero, el que cortaba el paso a
los automovilistas de la zona, que, para ese día, ya avisados, buscaban una
picada alternativa. Se habían amontonado, sí, muchos camiones y ómnibus de
larga distancia. La semana santa próxima había convocado a los turistas
distantes a esas regiones de lagos y cordillera. Algunos viajeros
que venían desde muy lejos, con el portaequipaje cargado y hasta algún esquí
por si encontraban nieve. Se habían encontrado con algo impensable: la ruta
cortada. La construcción de un segundo puente interprovincial, la multitrocha y
las modernas cabinas de peaje hacían pensar que se estaba en el primer mundo.
Las hogueras y la gente en torno, emponchada, la mayoría con frazadas y cobertores,
en cambio, producía un efecto de prehistoria ancestral. Así eran las cosas en
aquellos días de imposición de una cultura cada vez más parásita a costa de las
vidas de la gran mayoría. Estelita sacudió la cabeza en un gesto instintivo
para dejar de pensar, y fue a buscar más leña.
Mercedes confortó a su cuñada. Estelita no está en Cutral Có
ni en Plaza Huincul; creo que está en Neuquén. A veces anda en la calle, pero
nunca está sola. Hay mucha gente, está protegida. Todos están muy preocupados;
a veces está en una reunión grande, está rodeada de gente, está cuidada.
Gracias Mercedes. Dijo su cuñada, sin preguntarle cómo lo sabía. Conocía a
Mercedes. Mientras ésta le hablaba, se la había imaginado preguntándole cosas a
Dios a través de la cinta. Mercedes colgó, y se sentó en un sillón a descansar
sus piernas. Pensaba en la infancia de Estelita. Isabel había perdido a su
primogénita de una enfermedad infantil, así que todos los desvelos familiares
se volcaron sobre la niña, que era vivaz e inquieta. Después de sus seis años, Mercedes e Isabel
supieron que tendría una salud de hierro. Y una cabeza igual, decía la abuela.
La nuera reía. Estelita se obcecaba en defender sus puntos de vista desde muy
pequeña. Será abogada. Decía Mercedes.
Cuando la niña había nacido, la madre de Mercedes, inquieta por las
horas que pasaban sin que saliera el médico de la sala de partos, terminó
metiéndose adentro, por lo que se hizo meritoria de unos cuantos empujones de
la enfermera que la desalojó de la sala. Entonces la abuela rastreó los
alrededores del hospital y encontró los ventanucos de la sala de partos. Arrimó
varios ladrillos y puestos uno sobre el otro, le dieron la altura necesaria
para observar qué pasaba ahí dentro.
La tercera noche ya sabían que había orden de
desalojarlos. Estelita había ido a dormir un rato a su casa y había regresado
sin atinar a otra cosa que, a ponerse un pañuelo en el cuello, que le serviría
contra los gases. Cuando llegó, sus compañeros debatían en asamblea si
resistirían o no y hacia dónde marcharían en el momento de la huida. La
gendarmería tenía un camión hidrante, las escopetas y un elemento nuevo: una
raza de perros cuya mordida se comparaba con un peso de dos toneladas. Ellos
tenían la organización, los debates y la fortaleza, además del respeto de la
comunidad: habían estado mucho tiempo antes difundiendo sus razones para
negarse a una reforma educativa que no era más que otro acomodamiento del
sistema a los reclamos del mundo globalizado, cultura impuesta por el Imperio.
Volvió a mover su cabeza cuando llegaron al puente. Iba con compañeros de la
conducción provincial. Había ido al local del sindicato para que la acercaran
en un auto. En la puerta, se había encontrado con una imagen que quedó grabada
en su mente: legisladores de distintas fuerzas políticas estaban allí. Estelita
no sabía qué decían exactamente, pero era evidente que los habían ganado los
nervios y estaban poniendo el cuerpo. Se preguntó por qué no lo habían puesto
antes a la discusión y oposición, en el ámbito que les competía: la
legislatura. Pensó que era un dato más de la mediocridad en que se movía la
clase política. Ahora, agradeció a los compañeros y bajó del auto para
acercarse al grupo de su escuela. Ondulaban el miedo y el coraje en olas que
chocaban entre sí. La asamblea resolvió los lugares de concentración después
del desalojo: dos escuelas cercanas, a cada lado de los puentes. Resistirían
sentados en el piso, hasta que pudieran. Con su grupo, siguieron debatiendo y
esperando en agonía. Sabían que la represión sería en la mañana.
A kilómetros de allí, la mamá de Estelita seguía paso a paso
la cronología de la lucha a través de los canales de televisión. Discutía con
su consuegra. Cortar una ruta es ilegal. Le decían los vecinos. Pero ella
defendía a su hija. Confiaba en su hija. Y sabía lo que era protestar.
Su padre, el abuelo de Estelita, había sido peón rural. Ella sabía muy bien qué
eran la pobreza, la dignidad y la lucha.
A las siete de la mañana, los tacheros apostados en
los alrededores avisaron que se acercaba la gendarmería. Los grupos se
aproximaron a las dos carreteras y se sentaron en el piso. Cinco mil, seis mil
personas, sentadas en el piso. Los compañeros del interior estaban enojados. No
querían irse del puente. Querían resistir con piedras. Un año antes, en Cutral
Có, lo habían hecho. Los gendarmes habían retrocedido dos veces. Hasta Zapala
los vamos a correr a patadas, decían. Cutral Có 2, gendarmería 0.
Decía un cartel que andaba por las casas de todos. Pero ahora, la mayoría eran
mujeres. Y los dirigentes no querían exponer al conjunto. Así que, en los
grupos sentados en el piso, las filas de personas esperando, se discutía
todavía. Los compañeros de la comisión de seguridad no daban abasto ante tantos
nervios. Cualquier propuesta de resistir era interpretada como proveniente de
punteros del propio partido del gobierno, de cuya infiltración había sospechas.
Alguien pidió calma. Otro u otra salió en defensa de alguno de seguridad:
¡Paren! Dijo. Es un compañero como todos ¿qué querés que haga?
Al frente de las filas de gente sentada estaban los
dirigentes. Algunos legisladores, de esos que no habían hecho nada antes. El
obispo, a quien sacaron antes del choque. Ese primer grupo forcejeó todo lo que
pudo con los escudos, la cara a diez centímetros de la de los verdugos. No van
a poder mirar a sus hijos a la cara. Dijo un dirigente, los ojos desorbitados
por la furia, empujando al tipo que tenía enfrente. Cuando la gendarmería
rompió las primeras filas y siguió avanzando, no encontró mayor resistencia.
Atrás, el carro hidrante barría la zona. Los gases y los ladridos de los perros
habían hecho el resto. Después, Estelita vio por televisión que algunos grupos
habían resistido hasta el final: se tiraban al piso y los gendarmes los
apaleaban hasta que lograban arrastrarlos a un costado. En el colegio donde se
refugió, las monjas tenían canastos con limones para amortiguar los efectos de
los gases. Luego de algunas horas se reagruparon y marcharon a casa de
gobierno. El centro de la ciudad los miraba atónito, qué coraje los docentes.
Esa noche, una marcha de unas veinte mil personas
confirmó el repudio de la mayoría. Al día siguiente, la comunidad petrolera,
indignada por la represión a los maestros, se dispuso a ensayar su segundo
bloqueo a la ruta. Ahora se trataba de solidarizarse y ayudar a los docentes,
los maestros de sus hijos. Ya habían corrido hacía un año a la gendarmería.
¿Cómo no lo harían de nuevo? Entonces a la gendarmería se sumó la policía de la
provincia. Con la reglamentaria escondida en la espalda, calzada al cinturón.
Una bala de plomo terminó con la vida de una mujer del vecindario donde reprimían.
Había salido a hacer compras, se detuvo a mirar qué pasaba, y la policía hizo
el resto.
Docente muerta en Neuquén, gigantes
letras amarillas sobre fondo rojo era el cartel de Crónica. La mamá de Estelita
rompió a llorar. Mercedes la llamó, porque había visto el mismo informativo. Y
entonces empezó el balanceo del batón al ritmo del brazo que por tres veces
caía sobre la cinta, preguntándole a Dios dónde estaba Estelita. La cinta, el
batón, el ir y venir, las preguntas, la salud de hierro, la cabeza también, la
abuela desalojada de la sala de partos, la resistencia colectiva a otros
desalojos, la civilización hecha barbarie, la tía de Estelita, las
columnas de humo, la televisión, la policía, los gendarmes, el agua de
fuego, la muerte, el agua de fuego, la vida...
No hay comentarios:
Publicar un comentario