sábado, 8 de enero de 2022

AGUA DE FUEGO

 

 

“En el nombre de Dios yo pregunto si Estelita está en Cutral Có.” “En el nombre de Dios yo pregunto si Estelita está en Neuquén.” “En el nombre de Dios yo pregunto si Estelita está en peligro.” “Si está viva/si está muerta/si está herida/si está sola/si está con gente/si está en su casa/si está en una escuela/si está en las calles/si está en la ruta.”  El batón floreado se balanceaba al compás de los tres pasos con los que el cuerpo acompañaba el movimiento del brazo tres veces sobre la cinta atada al picaporte de la puerta. La mujer, cansada de su ir y venir sobre la cinta desde hacía mucho rato, se sentó un momento en la silla junto a la mesa de la cocina. Después se levantó pesadamente y fue hasta el teléfono a marcar el número de su cuñada.

A muchos kilómetros de allí, en una capital de provincia, la gente se movía en oleadas de indignación, pasión política y angustia. Eran las dos, tal vez las tres de la tarde. Grupos de manifestantes se encontraban en las esquinas frente a la casa de gobierno buscando a sus referentes políticos. El estupor y la furia se revelaban en los ojos grandes por el horror. Algunos todavía brillaban bajo las lágrimas derramadas desde la mañana.

El batón se balanceaba ahora al ritmo del pie que acompañaba el marcado de cada número en el teléfono. La prontitud de la respuesta le dio el parámetro de la ansiedad de su cuñada. ¿Mercedes? Escuchó, y percibió en el tono que al llanto continuo en que la había encontrado unas horas antes, le había sucedido la ansiedad de una leve esperanza.

La gruesa columna de humo subía lentamente, blanca. Era una nube sobre las cabezas reunidas en torno al fogón. Estelita se acostó sobre una cubierta que no habían encendido todavía. En su piquete, por ahora, sólo habían prendido leña, porque no era el primero, el que cortaba el paso a los automovilistas de la zona, que, para ese día, ya avisados, buscaban una picada alternativa. Se habían amontonado, sí, muchos camiones y ómnibus de larga distancia. La semana santa próxima había convocado a los turistas distantes a esas regiones de lagos y cordillera. Algunos viajeros que venían desde muy lejos, con el portaequipaje cargado y hasta algún esquí por si encontraban nieve. Se habían encontrado con algo impensable: la ruta cortada. La construcción de un segundo puente interprovincial, la multitrocha y las modernas cabinas de peaje hacían pensar que se estaba en el primer mundo. Las hogueras y la gente en torno, emponchada, la mayoría con frazadas y cobertores, en cambio, producía un efecto de prehistoria ancestral. Así eran las cosas en aquellos días de imposición de una cultura cada vez más parásita a costa de las vidas de la gran mayoría. Estelita sacudió la cabeza en un gesto instintivo para dejar de pensar, y fue a buscar más leña.

Mercedes confortó a su cuñada. Estelita no está en Cutral Có ni en Plaza Huincul; creo que está en Neuquén. A veces anda en la calle, pero nunca está sola. Hay mucha gente, está protegida. Todos están muy preocupados; a veces está en una reunión grande, está rodeada de gente, está cuidada. Gracias Mercedes. Dijo su cuñada, sin preguntarle cómo lo sabía. Conocía a Mercedes. Mientras ésta le hablaba, se la había imaginado preguntándole cosas a Dios a través de la cinta. Mercedes colgó, y se sentó en un sillón a descansar sus piernas. Pensaba en la infancia de Estelita. Isabel había perdido a su primogénita de una enfermedad infantil, así que todos los desvelos familiares se volcaron sobre la niña, que era vivaz e inquieta.  Después de sus seis años, Mercedes e Isabel supieron que tendría una salud de hierro. Y una cabeza igual, decía la abuela. La nuera reía. Estelita se obcecaba en defender sus puntos de vista desde muy pequeña. Será abogada. Decía Mercedes.  Cuando la niña había nacido, la madre de Mercedes, inquieta por las horas que pasaban sin que saliera el médico de la sala de partos, terminó metiéndose adentro, por lo que se hizo meritoria de unos cuantos empujones de la enfermera que la desalojó de la sala. Entonces la abuela rastreó los alrededores del hospital y encontró los ventanucos de la sala de partos. Arrimó varios ladrillos y puestos uno sobre el otro, le dieron la altura necesaria para observar qué pasaba ahí dentro.

La tercera noche ya sabían que había orden de desalojarlos. Estelita había ido a dormir un rato a su casa y había regresado sin atinar a otra cosa que, a ponerse un pañuelo en el cuello, que le serviría contra los gases. Cuando llegó, sus compañeros debatían en asamblea si resistirían o no y hacia dónde marcharían en el momento de la huida. La gendarmería tenía un camión hidrante, las escopetas y un elemento nuevo: una raza de perros cuya mordida se comparaba con un peso de dos toneladas. Ellos tenían la organización, los debates y la fortaleza, además del respeto de la comunidad: habían estado mucho tiempo antes difundiendo sus razones para negarse a una reforma educativa que no era más que otro acomodamiento del sistema a los reclamos del mundo globalizado, cultura impuesta por el Imperio. Volvió a mover su cabeza cuando llegaron al puente. Iba con compañeros de la conducción provincial. Había ido al local del sindicato para que la acercaran en un auto. En la puerta, se había encontrado con una imagen que quedó grabada en su mente: legisladores de distintas fuerzas políticas estaban allí. Estelita no sabía qué decían exactamente, pero era evidente que los habían ganado los nervios y estaban poniendo el cuerpo. Se preguntó por qué no lo habían puesto antes a la discusión y oposición, en el ámbito que les competía: la legislatura. Pensó que era un dato más de la mediocridad en que se movía la clase política. Ahora, agradeció a los compañeros y bajó del auto para acercarse al grupo de su escuela. Ondulaban el miedo y el coraje en olas que chocaban entre sí. La asamblea resolvió los lugares de concentración después del desalojo: dos escuelas cercanas, a cada lado de los puentes. Resistirían sentados en el piso, hasta que pudieran. Con su grupo, siguieron debatiendo y esperando en agonía. Sabían que la represión sería en la mañana.

Estelita recordó la palabra “desalojo”. La había escuchado por primera vez a los siete u ocho años. Su padre había apurado la velocidad y había dicho “un desalojo”. Ella vio en su cara que no quería presenciarlo y sospechó que, sobre todo, no quería que sus hijos lo vieran. Preguntó qué era. Le explicaron. Ahora, no era una casa. Era la vía pública. Las protestas callejeras habían trasladado su fuerza a los cortes de ruta. Se decía que el primero se había producido un año antes en Cutral Có. Una comunidad petrolera que quedara como pueblo fantasma luego de la privatización de la empresa del estado que extraía, destilaba y comercializaba el cutral-có, agua de fuego. Alguien del grupo propuso una concentración de energía; se dieron las manos y unieron las cabezas. Estuvieron un rato así, buscando en la mano tibia de quien estuviera a ambos lados la fortaleza de muchos corazones latiendo al unísono.

A kilómetros de allí, la mamá de Estelita seguía paso a paso la cronología de la lucha a través de los canales de televisión. Discutía con su consuegra. Cortar una ruta es ilegal. Le decían los vecinos. Pero ella defendía a su hija. Confiaba en su hija. Y sabía lo que era protestar. Su padre, el abuelo de Estelita, había sido peón rural. Ella sabía muy bien qué eran la pobreza, la dignidad y la lucha.

A las siete de la mañana, los tacheros apostados en los alrededores avisaron que se acercaba la gendarmería. Los grupos se aproximaron a las dos carreteras y se sentaron en el piso. Cinco mil, seis mil personas, sentadas en el piso. Los compañeros del interior estaban enojados. No querían irse del puente. Querían resistir con piedras. Un año antes, en Cutral Có, lo habían hecho. Los gendarmes habían retrocedido dos veces. Hasta Zapala los vamos a correr a patadas, decían. Cutral Có 2, gendarmería 0. Decía un cartel que andaba por las casas de todos. Pero ahora, la mayoría eran mujeres. Y los dirigentes no querían exponer al conjunto. Así que, en los grupos sentados en el piso, las filas de personas esperando, se discutía todavía. Los compañeros de la comisión de seguridad no daban abasto ante tantos nervios. Cualquier propuesta de resistir era interpretada como proveniente de punteros del propio partido del gobierno, de cuya infiltración había sospechas. Alguien pidió calma. Otro u otra salió en defensa de alguno de seguridad: ¡Paren! Dijo. Es un compañero como todos ¿qué querés que haga?

Al frente de las filas de gente sentada estaban los dirigentes. Algunos legisladores, de esos que no habían hecho nada antes. El obispo, a quien sacaron antes del choque. Ese primer grupo forcejeó todo lo que pudo con los escudos, la cara a diez centímetros de la de los verdugos. No van a poder mirar a sus hijos a la cara. Dijo un dirigente, los ojos desorbitados por la furia, empujando al tipo que tenía enfrente. Cuando la gendarmería rompió las primeras filas y siguió avanzando, no encontró mayor resistencia. Atrás, el carro hidrante barría la zona. Los gases y los ladridos de los perros habían hecho el resto. Después, Estelita vio por televisión que algunos grupos habían resistido hasta el final: se tiraban al piso y los gendarmes los apaleaban hasta que lograban arrastrarlos a un costado. En el colegio donde se refugió, las monjas tenían canastos con limones para amortiguar los efectos de los gases. Luego de algunas horas se reagruparon y marcharon a casa de gobierno. El centro de la ciudad los miraba atónito, qué coraje los docentes.

Esa noche, una marcha de unas veinte mil personas confirmó el repudio de la mayoría. Al día siguiente, la comunidad petrolera, indignada por la represión a los maestros, se dispuso a ensayar su segundo bloqueo a la ruta. Ahora se trataba de solidarizarse y ayudar a los docentes, los maestros de sus hijos. Ya habían corrido hacía un año a la gendarmería. ¿Cómo no lo harían de nuevo? Entonces a la gendarmería se sumó la policía de la provincia. Con la reglamentaria escondida en la espalda, calzada al cinturón. Una bala de plomo terminó con la vida de una mujer del vecindario donde reprimían. Había salido a hacer compras, se detuvo a mirar qué pasaba, y la policía hizo el resto.

Docente muerta en Neuquén, gigantes letras amarillas sobre fondo rojo era el cartel de Crónica. La mamá de Estelita rompió a llorar. Mercedes la llamó, porque había visto el mismo informativo. Y entonces empezó el balanceo del batón al ritmo del brazo que por tres veces caía sobre la cinta, preguntándole a Dios dónde estaba Estelita. La cinta, el batón, el ir y venir, las preguntas, la salud de hierro, la cabeza también, la abuela desalojada de la sala de partos, la resistencia colectiva a otros desalojos, la civilización hecha barbarie, la tía de Estelita, las columnas de humo, la televisión, la policía, los gendarmes, el agua de fuego, la muerte, el agua de fuego, la vida...

 

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