A la memoria de Don Ángel Pereira, del Uruguay, domador de caballos,
y en recuerdo de Roberto
Carballo, peón rural.
Voy con el que lleva un cuchillo afilado hace un momento, y una piedra
para continuar haciéndolo, a medida que avance su trabajo. Mi pierna se
agujerea en las púas de un alambre, y él me rescata. Seguimos, y doy vueltas
alrededor del tordillo haciéndose despojo sanguinolento, en tanto que el
diestro cuchillo despega su envoltorio terrestre.
- ¿Dónde van los caballos cuando mueren? -. Nadie responde, y me retiro
cabizbaja hacia las púas. Quisiera no necesitar ayuda para cruzarlas, y lo
consigo. Llego hasta el alazán, que me huele la muerte y tiembla un poco.
Al día siguiente, la tropilla camina tras el sonido metálico y
caprichoso de la yegua madrina. Adelante, el Uruguayo. Toda la mañana se ha
tomado el hombre. Primero con cabestro y palenque. Hablaba una voz suave,
acariciante como látigo contenido. El animal tembló ante cada vocal, las patas
clavadas en el suelo. A veces, la desesperación lo hizo encabritarse contra las
lonjas que le oprimían la cabeza.
Se entregó poco a poco. Sin embargo, cuatro o cinco horas son un bajo
precio para su libertad, pero él no lo sabe. El Uruguayo no lo monta todavía;
lo lleva cabestreando detrás de su propia cabalgadura, un oscuro brilloso con
la estrella sobre la frente, entre los ojos vivaces. No sabe que ya nunca se
pertenecerá a sí mismo. El otro, detrás, sí. Todavía bufa y alza la cabeza
desafiante. Cuando vuelva, a los seis o siete meses, el potro tendrá nombre y
será un caballo manso, aunque brioso todavía. Habrá que cuidarse de tocarle las
verijas. Dos años más y su mansedumbre
de perro será desoladora.
Desde la ventana de mi cuarto los veo irse, envueltos en la tierra que
levantan polvorienta los cascos apretados al piso, alzándose impotentes. Cuando
ya no lo soporto, me lanzo al corredor, al patio grande, a los corrales, y
lloro desconsoladamente junto al cabestro vacío en el galpón. El del cuchillo
se acerca, vacilante, me tiende una mano. No ha comido nada desde ayer, por la
impresión de la muerte y se me acerca cauteloso. Su cintura exhala todavía el
olor de la sangre pero sus manos limpias me toman los hombros, hasta que uno de
sus brazos me rodea y lloro sobre su pecho estremecido.
Giro mi cabeza y
por la abertura del portón veo el molino grande, el alambrado y más allá, el
horizonte inmensurable. Mientras me repongo toma mi mano y me guía hasta el
osario de las bestias. Sin hablar señala el hueco donde ayer dejó el despojo
del que era el tordillo. Un vacío de grieta se abre a lo profundo, en ausencia
del cadáver. El del cuchillo no dice nada. Sólo quiere que compruebe el milagro
o el misterio. Como no entiendo, sospecho que sólo se trata de un consuelo
urdido para mitigar el dolor.
Los cascos apenas rozan el
piso, mientras las patas describen círculos suaves en el aire; las largas
crines ondean y también mis cabellos que ya tocan las nubes. A un costado, las
grandes alas, completamente desplegadas, suben y bajan con blandos movimientos
ondulatorios.
En un instante estamos sobre
la barda que se agrisa, y luego sobre la cinta azul del río. Me reacomodo en la
grupa, alzo los brazos y el viento los empuja hacia atrás. Navegamos hasta que
las ciudades son sólo puntos lejanos; y ascendemos más todavía.
Sobre el río, descendemos unos
miles de metros. Algunos pájaros sobrevuelan en torno. El alado no tiene nombre
ni sabe el mío, pero armonizamos una frecuencia de brazos extendidos hacia
atrás por viento y ondular de alas
enormes. A un
costado del hilo de agua, la tropilla que ya se lleva el Uruguayo levanta una
nubecita de polvo.
No hay
horizonte frente a mí, sino un desconocido
vacío que me invita e intuyo abierto al infinito. El placer de la armonía
entre brazos y alas me concentra y mantengo el rostro hacia adelante. Ambas
sensaciones son la fuente del goce que invade mi cuerpo desde el vientre hasta
el pecho, desde el pecho a los brazos, y que baja dulce hasta las piernas
ceñidas a la panza del que vuela.
Ha pasado mucho tiempo desde que
cabalgábamos todos por los campos y los peones ocultaban la muerte a los más
chicos, para evitarles el dolor. Ahora, la ausencia de cadáveres tiene otro
significado. Sigo soñando con caballos, y cuando estoy despierta alucino la
libertad flotando entre las nubes.
Hace unos meses, me enteré de que el domador murió,
apretado por su propio caballo, de una forma cruel y asombrosa para todos. La
gente decía: “Murió en su ley”. Desde una inexpugnable sensación de rebeldía me
pregunto cuál es esa ley y quién la dispone. Más bien creo que el oscuro
(estrella en la frente) fue el Vengador de sus congéneres. La ley es la
venganza. A la gente le cuesta admitirlo, pero a mí me cuesta aceptar lo que
dice la gente.
(Cuento publicado en El mundo del trabajo (2010) Buenos Aires, CTA.
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