lunes, 2 de agosto de 2021

LEY

 


 

A la memoria de Don Ángel Pereira, del Uruguay, domador de caballos,

y en recuerdo de Roberto Carballo, peón rural.


Un tordillo enorme, con las crines blancas que ondula el viento cae desplomado, sin sospecha posible del puñal que fisura el paso entre la vida y la muerte. Alguien dice “hay que cuerearlo”, y lo veo con su panza absurda como una loma gris entre las patas, los grandes ojos de agua abiertos al horizonte ausente.

Voy con el que lleva un cuchillo afilado hace un momento, y una piedra para continuar haciéndolo, a medida que avance su trabajo. Mi pierna se agujerea en las púas de un alambre, y él me rescata. Seguimos, y doy vueltas alrededor del tordillo haciéndose despojo sanguinolento, en tanto que el diestro cuchillo despega su envoltorio terrestre.

- ¿Dónde van los caballos cuando mueren? -. Nadie responde, y me retiro cabizbaja hacia las púas. Quisiera no necesitar ayuda para cruzarlas, y lo consigo. Llego hasta el alazán, que me huele la muerte y tiembla un poco.

Al día siguiente, la tropilla camina tras el sonido metálico y caprichoso de la yegua madrina. Adelante, el Uruguayo. Toda la mañana se ha tomado el hombre. Primero con cabestro y palenque. Hablaba una voz suave, acariciante como látigo contenido. El animal tembló ante cada vocal, las patas clavadas en el suelo. A veces, la desesperación lo hizo encabritarse contra las lonjas que le oprimían la cabeza.

Se entregó poco a poco. Sin embargo, cuatro o cinco horas son un bajo precio para su libertad, pero él no lo sabe. El Uruguayo no lo monta todavía; lo lleva cabestreando detrás de su propia cabalgadura, un oscuro brilloso con la estrella sobre la frente, entre los ojos vivaces. No sabe que ya nunca se pertenecerá a sí mismo. El otro, detrás, sí. Todavía bufa y alza la cabeza desafiante. Cuando vuelva, a los seis o siete meses, el potro tendrá nombre y será un caballo manso, aunque brioso todavía. Habrá que cuidarse de tocarle las verijas. Dos años  más y su mansedumbre de perro será desoladora.

Desde la ventana de mi cuarto los veo irse, envueltos en la tierra que levantan polvorienta los cascos apretados al piso, alzándose impotentes. Cuando ya no lo soporto, me lanzo al corredor, al patio grande, a los corrales, y lloro desconsoladamente junto al cabestro vacío en el galpón. El del cuchillo se acerca, vacilante, me tiende una mano. No ha comido nada desde ayer, por la impresión de la muerte y se me acerca cauteloso. Su cintura exhala todavía el olor de la sangre pero sus manos limpias me toman los hombros, hasta que uno de sus brazos me rodea y lloro sobre su pecho estremecido.

Giro mi cabeza y por la abertura del portón veo el molino grande, el alambrado y más allá, el horizonte inmensurable. Mientras me repongo toma mi mano y me guía hasta el osario de las bestias. Sin hablar señala el hueco donde ayer dejó el despojo del que era el tordillo. Un vacío de grieta se abre a lo profundo, en ausencia del cadáver. El del cuchillo no dice nada. Sólo quiere que compruebe el milagro o el misterio. Como no entiendo, sospecho que sólo se trata de un consuelo urdido para mitigar el dolor.

 

Los cascos apenas rozan el piso, mientras las patas describen círculos suaves en el aire; las largas crines ondean y también mis cabellos que ya tocan las nubes. A un costado, las grandes alas, completamente desplegadas, suben y bajan con blandos movimientos ondulatorios.

En un instante estamos sobre la barda que se agrisa, y luego sobre la cinta azul del río. Me reacomodo en la grupa, alzo los brazos y el viento los empuja hacia atrás. Navegamos hasta que las ciudades son sólo puntos lejanos; y ascendemos más todavía.

Sobre el río, descendemos unos miles de metros. Algunos pájaros sobrevuelan en torno. El alado no tiene nombre ni sabe el mío, pero armonizamos una frecuencia de brazos extendidos hacia atrás por  viento y ondular de alas enormes. A un costado del hilo de agua, la tropilla que ya se lleva el Uruguayo levanta una nubecita de polvo.

No hay horizonte frente a mí, sino un desconocido  vacío que me invita e intuyo abierto al infinito. El placer de la armonía entre brazos y alas me concentra y mantengo el rostro hacia adelante. Ambas sensaciones son la fuente del goce que invade mi cuerpo desde el vientre hasta el pecho, desde el pecho a los brazos, y que baja dulce hasta las piernas ceñidas a la panza del que vuela.

Ha pasado mucho tiempo desde que cabalgábamos todos por los campos y los peones ocultaban la muerte a los más chicos, para evitarles el dolor. Ahora, la ausencia de cadáveres tiene otro significado. Sigo soñando con caballos, y cuando estoy despierta alucino la libertad flotando entre las nubes.

Hace unos meses, me enteré de que el domador murió, apretado por su propio caballo, de una forma cruel y asombrosa para todos. La gente decía: “Murió en su ley”. Desde una inexpugnable sensación de rebeldía me pregunto cuál es esa ley y quién la dispone. Más bien creo que el oscuro (estrella en la frente) fue el Vengador de sus congéneres. La ley es la venganza. A la gente le cuesta admitirlo, pero a mí me cuesta aceptar lo que dice la gente.


(Cuento publicado en El mundo del trabajo (2010) Buenos Aires, CTA.

 

 

 

 

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