Sentado al costado de un canal de riego, mirando correr el agua que llevaba
piedras, hojas y algún nailon, Benito Saldíbar se dejaba mecer por el viento
que sacudía las ramas de los álamos. Había limpiado ese canal durante tres,
cuatro días. Ya no recordaba cuántos. Fue después que me vine del pueblo, ese
día de la curda, pensaba, pero se le juntaban las imágenes de la camioneta de
banquina a banquina, con las de la otra, la mujer aquélla. Aquella mujer me
enloqueció, pensaba, ahora ya no, o creía que no; porque entre sus ojos y la
silueta de esa mujer dibujándose levemente en el horizonte, se interponía la
otra fila de álamos, las bardas y el cielo, que andá a saber si no está ahí en
el cielo.
Pero su instinto
de hombre macho, criado para hacerse obedecer y para desconfiar, le decía que
no, que el cielo estaba muy lejos todavía; mucho más lejos que lo que alguna
vez se le hubiera ocurrido cuando chico, mientras rezaba ese padrenuestro
pegado al olor de pino del banco de la capilla, ante los ojos atentos del
padrastro, o del cura. El cielo, no ese azul descolorido por el humo, el
verdadero cielo que le había prometido el maestro de cuarto grado si juntaba
todos los papeles del piso. Y Benito los había juntado, pero después pensó que
era poca cosa para ganarse el cielo. Y era así nomás, el cielo está muy lejos,
tan lejos que ni sé si es cierto, o era una mentira de los curas de mierda,
para doblarlo, cuando después, en séptimo, o en sexto, ya ni se acordaba, se le
había ocurrido espiar el patio donde las filas de pupilas de las monjas pasaban
hacia el comedor, para desayunar. “¡Y no vas a ir al cielo vos!”. Era la peor
cachetada.
Ni al cielo ni a
ningún lado. Dijo el padrastro. Y le dio una cinteada por el lomo. Para que
aprendas a espiar, mocoso’e mierda. Aunque se atajaba, el viejo no aflojó.
Después se acurrucó sobre la colcha, y se durmió con los mocos pegoteados a la
almohada, y la imagen de un Dios de barba larga que quería abrazar a las
pupilas él solo, con un brazo imponente, y que con el puño del otro lo apretaba
a él, que era mucho más chiquito, casi casi hasta que le crujían los huesos. A
la mañana la madre lo despertó abrazándolo, y le trajo café con leche y dulce
de higos sobre los trozos del pan tostado. Pero igual pensó que la madre se
tomaba ese trabajo sólo después que ese hombre lo castigaba. Las palizas eran
por poca cosa, ni se imaginaba a veces que la iba a ligar. Por robar un pedazo
de torta del aparador, por pelear con la hermana, por escaparse a la hora de la
siesta. Ni cielo ni nada. Mejor este vacío del viento que lo acunaba, le
parecía, como una gran madre-padre, mientras creía que se veía a sí mismo más
joven, con los cabellos largos. ¡Parecés un indio! Le decía el hombre. Indio
soy. Contestaba él con orgullo, y se iba, para no asustarse por el gesto
violento del otro. Con las pesadas crenchas negras apenas agitadas por el
viento que dejaba atrás, a los costados, subido al Malacara digno de un
cacique.
Después se había
ido. Ya tenía dieciocho, y el viejo se había tomado el derecho de fajarlo como
cuando era chico. Así que juntó unas pocas cosas, y como no sabía a dónde
dirigirse, pidió asilo en el prostíbulo a donde lo habían llevado hacía unos
años. La vieja puta que lo había amamantado entre espasmos y sudores, se apiadó
de él. Quedaron en que ayudaría al tipo de la entrada con la limpieza, y en que
no apareciera por las noches en el salón. Se acomodó a la situación como pudo,
y volvió a acostarse con la de la primera vez. Le parecía que ella lo quería un
poco, y con eso le había bastado. Por lo demás, el cariño de todas ahí era un
paraíso.
Pero después se
le fueron amontonando los “andáte al cine bebé, esta noche tengo muchos
clientes”. Se sintió infinitamente otra vez abandonado. Rumiaba su despecho
tomando una ginebra tras otra, en el salón, habiendo roto el pacto. Las otras
chicas se apiadaban y venían a abrazarlo, de vez en cuando, o a tenerle
lástima; ¡lástima! Que bronca que le daba. Cuando no aguantó más, se fue. No
haber conocido entonces a aquella mujer. A esa que le había parecido el cielo
que buscaba desde chico, cuando subía a las bardas (meseta, dijo el maestro)
para tocarlo hasta las nubes. Pero el cielo estaba más lejos, tan lejos como
esa mujer que conoció cuando ya las cicatrices de tantos desengaños rociados
con alcohol no le permitían aceptar que alguien pudiera quererlo.
Esa mujer no era
el cielo, no señor. Lo habían engañado nuevamente. Quién puede comerse que una
mujer sea un ángel, quién. Solamente él, pedazo de estúpido, antes, porque lo
buscaba y lo buscaba; quería encontrarlo
en algo tangible, corpóreo. Y dónde más que en ese cuerpo de mujer, suavecito,
de piel como bebé. Qué mejor. Pero ella se ponía distante cuando él tomaba, se
le ponía lejos, como el cielo cuando era chico. Eso lo violentaba. Quería
humillarla, lastimarla hasta lo más hondo, desenmascarar el cielo mentiroso,
destrozarlo en ella. No se animó a pegarle, pero sabía que era peor, había sido
peor montársela borracho, sobarla y sobarla y no acabar nunca. Aunque en el
momento no era adrede, simplemente, no podía controlarse. A la mañana, se
alegraba de que ella llorara ovillada a los pies de la cama. El cielo gemía, se
caía. ¡Bien, mierda! Ya que no podía alcanzarlo, que se trizara como vidrio,
que se corrompiera como él, que se desintegrara en ella. Parecía justo
dominarla, ella no se quejaba. Pero después se iba, y él se desesperaba ante
otro abandono. Corría a buscarla y prometía, como en el confesionario. Fingía
por un tiempo que no había pasado nada. Ella devolvía silencio. Se quedaba,
cierto, pero solamente el cuerpo. Nunca podía saber lo que pensaba, y sentía
cómo se le iba de las manos, cómo se corría de su lado con distancias cada vez
más infranqueables. Entonces, había decidido que él la dejaría. Él sería el que
abandonaba.
Había sido bueno
abandonar el cielo, el ángel, quedarse con lo suyo, su pelo negro de hijo de
indio, su voluntad de fierro de araucano. Mina de mierda, las ínfulas que
tenía, con él, no decirle nada, a él, que habría sido cacique si otra historia.
Sabía pedacitos, pero la sabía. Había escuchado a su madre hablar con la abuela
sobre él. Sabía que el padre no era el padre, y que el suyo había muerto junto
con otros obreros en la construcción del gran dique. Sabía que su tatarabuelo
había organizado la resistencia, y había sido prisionero y muerto por el
capitán blanco, sabía todo. Por eso se había negado a hablar, muchos años,
hasta que ese hombre que quería ser su padre empezó a fajarlo, a exigirle que
pronunciara mínimo el saludo a los demás, cuando se levantaba.
En el agua se
había atascado un terrón grande de barro, y Benito Saldíbar interrumpió sus
recuerdos para aplastarlo. Si la hubiera conocido antes, tan buena que le
parecía imposible. Pero no, ya había tenido otras mujeres, y algunos hijos.
Ninguna como la primera, es cierto, pero era puta, y al final lo dejaba; aunque
las otras tampoco se habían quedado con él. Todas lo abandonaban, como la
madre, que se había casado con ese gringo hijo’e puta, para morirse después.
Suerte que se había ido, si no capaz que terminaba matándolo, matando en él
todo lo que odiaba, lo ajeno, lo extraño, el invasor.
Esa
mujer se parecía a la primera, y se parecía a la madre. Por eso se había
confundido, maldita sea. Se les parecía a las dos, y por eso el paraíso, el
cielo perdido y encontrado en un cuerpo de mujer. Hasta que no soportó sus
silencios, y necesitó destruirla, matar para siempre el espejismo. Pero antes
la había vuelto a buscar, sinceramente convencido de que por ahí se había
equivocado, que de verdad era un cielo para él. Ella estaba menos entregada. Él
había sospechado la desconfianza, y ya no la llamó cielo ni ángel, ya no le
salía. Capaz que ya sabía que quería matarla. Benito Saldíbar seguía la
flotación lentísima de las hojas semipodridas en el agua que corría apenas,
casi estancada.
No quería
recordar más, porque las imágenes como garras le estrujaban el estómago. Un
cachetazo en plena cara, la cabeza de ella girando violentamente al costado,
sus ojos abiertos a entender, ahora suplicantes. A la mierda el cielo, había
pensado. A la mierda, mientras el cuerpo de ella caía por el barrancón de la
barda, golpeándose con las piedras, y haciendo un ruido espantoso contra las
pircas que la detuvieron, sangrante la cabeza desarticulada. Escapó
enloquecido, y mientras chupaba ginebra tras ginebra, no sentía dolor ni culpa,
sino la certeza de que por fin el cielo había desaparecido. Ya no más paraíso,
ni Dios ni nada. Ahora sí se sentía libre para mirar como el agua se estancaba
en las acequias de la chacra, en el páramo, lo único que le había quedado de
esa tierra inmensurable donde cabalgaban sus abuelos y los abuelos de sus
abuelos.