Mis
hermanos a veces decían del primo Javier: “Anda negreando” y era que salía de
trampa con alguna chica humilde del pueblo. Anda negreando. Era vivo, se sabía
manejar. Yo era más chica y no entendía mucho de qué hablaban. Una tarde Javier
y Víctor, el mayor, secreteaban en el parque de la estancia. Pero los escuché.
Tenía algo y se quería curar, le daba vergüenza ir al médico de su familia. –
No te queda otra, le dijo Víctor. –Te lo dije, no vas a sacar nada bueno con
eso de apretarte a las negras de la villa–. El otro replicó: –Fue en el cabaré
de Espíndola, pelotudo. – Y Víctor me descubrió, así que no pude escuchar más.
Vivíamos en el campo, un campo grande que habíamos heredado de mis abuelos,
pero cerca había un pueblo sustentado por la actividad agropecuaria. Ahí había
crecido una pequeña villa, con peones rurales, jornaleros y empleadas
domésticas con retiro.
Cuando
tuve trece, me pusieron interna en el colegio de monjas del pueblo. Mis padres
discutieron un poco antes de hacerlo, porque la otra opción era mandarme
directamente a la capital, pero yo me encapriché con que no quería estar los
fines de semana también en el colegio, y al final, a fuerza de caricias, pude
con la voluntad de mis padres. Igual eran cinco días horribles, todas juntas al
baño, cepillarse los dientes delante de las demás, dormir en una especie de
cuadra y que las monjas siempre estuvieran mirándonos como si fuéramos las más
temibles pecadoras. Yo tenía privilegios, mis padres aportaban algo más de lo
previsto, así que ellas me dejaban salir: iba a piano y a francés (antojo de mi
padre). Me gustaba el piano, saqué de oído Para
Elisa, pero de francés no aprendí nada. Mis padres lo notaban, pero
insistían en que esa profesora tenía buenos modales y como yo era un poco
desmesurada para su gusto, suponían que de algo me iba a servir el trato con
una persona bien educada. Mi madre, a su vez, trataba de que leyera algunos
libros sobre buenas maneras que padre había traído de la capital. Por su lado,
mi tía, la menor, me introdujo en el arte de fumar, a escondidas, por supuesto.
A
los quince empezamos a mirarnos con el muchachito de la casa grande cercana al
colegio donde me habían internado, y empecé a escaparme para vernos. Pero,
aunque me latía fuerte el corazón y me cosquilleaba todo el cuerpo, no lo
dejaba avanzar mucho. La machaca del pecado me latía en las sienes. Mientras
tanto, llegó una monja nueva que nos daba Religión. Tocaba temas de la
actualidad y una mañana, nunca me olvido, dijo que teníamos que hablar de sexo.
Preguntó si teníamos novio, y algunas asintieron. Yo me quedé bien calladita,
por las dudas. La monja preguntó abiertamente si alguien tenía relaciones.
Silencio. Ni sí, ni no. Por supuesto, quién se iba a exponer ahí. Entonces nos
dijo que eso estaba muy bien, pero que ojo, que no fuera que los novios se
fueran con una negrita. Y ahí me acordé de Víctor y Javier. Que las negritas no
eran la basura nuestra, que de acá y que de allá. Me pareció bien, pero me di
cuenta de que esa monja no era como las demás y que mejor en casa, no decía
nada.
Pasó
el tiempo y un viernes que Víctor me traía al campo, había una camioneta en el
estacionamiento, y al entrar a la sala, dos hombres conversaban con mi padre.
Yo no conocía a ninguno de los dos, pero saqué cuenta por la edad y el
parecido, que eran padre e hijo. Cuando mi papá me vio, pidió que me acercara y
nos presentó. El viejo era Esteban Alvear, de una estancia conocida en el
pueblo como “La Bonita”. El hijo, Carlos, un pelirrojo desteñido y lleno de
pecas, miraba como ausente. Mi padre dijo:
–
Don Esteban viene a pedir tu mano para su hijo. –Yo ni lo conocía y estaba sorprendida
de que me estuviera pasando eso. Hice una mueca y salí corriendo, en el peor
desplante que mi padre y los visitantes se hubieran imaginado. Además, los
modales, nena, los modales, dijo esa noche mi madre en el comedor mientras
cenábamos. Mi padre se excusó con las visitas poniendo en palabras lo que él se
imaginaba: que yo todavía era muy joven y ni se me había pasado por la cabeza
un noviazgo. Más tarde trató de convencerme: eran gente de clase, más que
nosotros, que prestara atención a lo que le decía, que me convenía Carlos, que
era una unión interesante para él también y yo, como hacía habitualmente, le
largué: – No soy como una de tus vacas, para que me vendas así. – Mi padre me dio un cachetazo y volví a salir
corriendo, pero esta vez lloraba y estaba hondamente ofendida.
Después
de unas semanas, fuimos invitados a “La Bonita” a un asado. Mi madre insistió
en encargar un traje de amazona a Buenos Aires. Yo era su debilidad, pero
seguía los caprichos de mi padre, que estaba encantado de emparentarse con un Alvear.
Teníamos una extensión considerable de campo, pero el nuestro no era nada, en
comparación, decía él. Tampoco compartía
la costumbre de ir desaliñado al banco u otro sitio en el pueblo, sino que
vestía riguroso traje y zapatos negros. Pero eso era todo. Me di cuenta antes
de salir para el asado: se puso bombachas y botas; aún peor: fue hasta los
corrales a ensuciarse un poco el calzado con bosta de vaca, para imitar a los
estancieros. Yo no cabía en mí del asombro. Me parecía que toda la biblioteca
que había leído a escondidas se derrumbaba sobre mi cabeza.
En
el asado, el pelirrojo intentaba estar cerca de mí, pero yo huía ante la mirada
de reproche de mi madre. Mi padre estaba demasiado ocupado hablando de política
con don Esteban, quien en un momento le sugirió a Carlos que me llevara a las
caballerizas. Montamos y dimos una recorrida por algunos potreros. Él no
hablaba mucho y yo me habría aburrido si no me hubiera gustado tanto cabalgar.
Fue
pasando el tiempo, y mis padres accedieron a comprarme un Ford para que ya no
estuviera internada en el colegio. Con sus influencias, mi padre obtuvo un
permiso especial para que condujera del campo a la ciudad, directo al colegio.
Entre tanto, siguieron otros asados, y más que nunca don Esteban y mi padre se
enzarzaban en largas conversaciones sobre política y se olvidaron un poco de
nosotros, que seguíamos cabalgando y nada más. También empecé a cruzarme con
Carlos en la ruta, cuando regresaba del colegio. Pero era tan sólo un
intercambio de bocinazos. Mi única amiga me previno: Al pelirrojo le habían
puesto el mote de “loco”, porque era medio arrebatado. –Pues, conmigo no se
nota–, le contesté.
Corría
1955 y en Buenos Aires pasaban cosas importantes que mis padres celebraban.
Cuando cayó “el tirano”, en el pueblo pasó algo que haría que el pelirrojo
fuera un héroe para mi padre y para algunos más. Enlazó el busto de “ella”, que
estaba enclavado en el centro de la plaza, lo arrancó con un tractor y lo paseó
arrastrándolo por todo el pueblo. Esta acción fue el centro de los comentarios
durante meses. – ¿Viste? – Me dijo mi padre el viernes cuando llegué del
colegio. – Realmente te conviene, valiente el hombre. No le contesté nada,
porque él no sabía que en el colegio alguien se había enterado de que Carlos
iba a hacer eso, y me volví a escapar.
Fui
directa a la plaza donde estaba el busto de “la embanderada de los humildes”,
como le decían en la radio que escuchaban los peones en mi casa cuando hablaban
entre ellos sin ningún patrón ni el capataz cerca y yo escondida, para
escucharlos. Ya no estaba, pero las huellas que había dejado al arrastrarlo, me
llevaron hasta detrás del tractor de Carlos, que no iba tan ligero. Se veía que
quería florearse con su actitud. Me mantuve a unos doscientos metros para que
no me viera y lo seguí en su recorrido por todo el pueblo. No pude evitar la
pena al ver los grupos de hombres y mujeres llorosas parados en las esquinas;
ellas, enjugándose el rostro con el delantal. Los hombres con mirada atónita,
pero apenas vi que uno o dos alzaban el puño en alto. Sólo pude comprender su
inacción a la noche, en la cena, cuando mi padre dijo que por fin había una
verdadera revolución, que hasta habían bombardeado Plaza de Mayo. Tuve ganas de
decir que yo también había estado negreando ese día, porque me parecía que era
lo mismo que lo que hacía el primo Javier, aunque ya para ese entonces
comprendía bien la diferencia y sabía la que se desataría en la mesa si largaba
la frase, así que decidí callarme la boca. Como la gente pobre del pueblo,
pensé.
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