domingo, 9 de enero de 2022

NEGREANDO


 

Mis hermanos a veces decían del primo Javier: “Anda negreando” y era que salía de trampa con alguna chica humilde del pueblo. Anda negreando. Era vivo, se sabía manejar. Yo era más chica y no entendía mucho de qué hablaban. Una tarde Javier y Víctor, el mayor, secreteaban en el parque de la estancia. Pero los escuché. Tenía algo y se quería curar, le daba vergüenza ir al médico de su familia. – No te queda otra, le dijo Víctor. –Te lo dije, no vas a sacar nada bueno con eso de apretarte a las negras de la villa–. El otro replicó: –Fue en el cabaré de Espíndola, pelotudo. – Y Víctor me descubrió, así que no pude escuchar más. Vivíamos en el campo, un campo grande que habíamos heredado de mis abuelos, pero cerca había un pueblo sustentado por la actividad agropecuaria. Ahí había crecido una pequeña villa, con peones rurales, jornaleros y empleadas domésticas con retiro.

Cuando tuve trece, me pusieron interna en el colegio de monjas del pueblo. Mis padres discutieron un poco antes de hacerlo, porque la otra opción era mandarme directamente a la capital, pero yo me encapriché con que no quería estar los fines de semana también en el colegio, y al final, a fuerza de caricias, pude con la voluntad de mis padres. Igual eran cinco días horribles, todas juntas al baño, cepillarse los dientes delante de las demás, dormir en una especie de cuadra y que las monjas siempre estuvieran mirándonos como si fuéramos las más temibles pecadoras. Yo tenía privilegios, mis padres aportaban algo más de lo previsto, así que ellas me dejaban salir: iba a piano y a francés (antojo de mi padre). Me gustaba el piano, saqué de oído Para Elisa, pero de francés no aprendí nada. Mis padres lo notaban, pero insistían en que esa profesora tenía buenos modales y como yo era un poco desmesurada para su gusto, suponían que de algo me iba a servir el trato con una persona bien educada. Mi madre, a su vez, trataba de que leyera algunos libros sobre buenas maneras que padre había traído de la capital. Por su lado, mi tía, la menor, me introdujo en el arte de fumar, a escondidas, por supuesto.

A los quince empezamos a mirarnos con el muchachito de la casa grande cercana al colegio donde me habían internado, y empecé a escaparme para vernos. Pero, aunque me latía fuerte el corazón y me cosquilleaba todo el cuerpo, no lo dejaba avanzar mucho. La machaca del pecado me latía en las sienes. Mientras tanto, llegó una monja nueva que nos daba Religión. Tocaba temas de la actualidad y una mañana, nunca me olvido, dijo que teníamos que hablar de sexo. Preguntó si teníamos novio, y algunas asintieron. Yo me quedé bien calladita, por las dudas. La monja preguntó abiertamente si alguien tenía relaciones. Silencio. Ni sí, ni no. Por supuesto, quién se iba a exponer ahí. Entonces nos dijo que eso estaba muy bien, pero que ojo, que no fuera que los novios se fueran con una negrita. Y ahí me acordé de Víctor y Javier. Que las negritas no eran la basura nuestra, que de acá y que de allá. Me pareció bien, pero me di cuenta de que esa monja no era como las demás y que mejor en casa, no decía nada.

Pasó el tiempo y un viernes que Víctor me traía al campo, había una camioneta en el estacionamiento, y al entrar a la sala, dos hombres conversaban con mi padre. Yo no conocía a ninguno de los dos, pero saqué cuenta por la edad y el parecido, que eran padre e hijo. Cuando mi papá me vio, pidió que me acercara y nos presentó. El viejo era Esteban Alvear, de una estancia conocida en el pueblo como “La Bonita”. El hijo, Carlos, un pelirrojo desteñido y lleno de pecas, miraba como ausente. Mi padre dijo:

– Don Esteban viene a pedir tu mano para su hijo. –Yo ni lo conocía y estaba sorprendida de que me estuviera pasando eso. Hice una mueca y salí corriendo, en el peor desplante que mi padre y los visitantes se hubieran imaginado. Además, los modales, nena, los modales, dijo esa noche mi madre en el comedor mientras cenábamos. Mi padre se excusó con las visitas poniendo en palabras lo que él se imaginaba: que yo todavía era muy joven y ni se me había pasado por la cabeza un noviazgo. Más tarde trató de convencerme: eran gente de clase, más que nosotros, que prestara atención a lo que le decía, que me convenía Carlos, que era una unión interesante para él también y yo, como hacía habitualmente, le largué: – No soy como una de tus vacas, para que me vendas así. –  Mi padre me dio un cachetazo y volví a salir corriendo, pero esta vez lloraba y estaba hondamente ofendida.

Después de unas semanas, fuimos invitados a “La Bonita” a un asado. Mi madre insistió en encargar un traje de amazona a Buenos Aires. Yo era su debilidad, pero seguía los caprichos de mi padre, que estaba encantado de emparentarse con un Alvear. Teníamos una extensión considerable de campo, pero el nuestro no era nada, en comparación, decía él.  Tampoco compartía la costumbre de ir desaliñado al banco u otro sitio en el pueblo, sino que vestía riguroso traje y zapatos negros. Pero eso era todo. Me di cuenta antes de salir para el asado: se puso bombachas y botas; aún peor: fue hasta los corrales a ensuciarse un poco el calzado con bosta de vaca, para imitar a los estancieros. Yo no cabía en mí del asombro. Me parecía que toda la biblioteca que había leído a escondidas se derrumbaba sobre mi cabeza.

En el asado, el pelirrojo intentaba estar cerca de mí, pero yo huía ante la mirada de reproche de mi madre. Mi padre estaba demasiado ocupado hablando de política con don Esteban, quien en un momento le sugirió a Carlos que me llevara a las caballerizas. Montamos y dimos una recorrida por algunos potreros. Él no hablaba mucho y yo me habría aburrido si no me hubiera gustado tanto cabalgar.

Fue pasando el tiempo, y mis padres accedieron a comprarme un Ford para que ya no estuviera internada en el colegio. Con sus influencias, mi padre obtuvo un permiso especial para que condujera del campo a la ciudad, directo al colegio. Entre tanto, siguieron otros asados, y más que nunca don Esteban y mi padre se enzarzaban en largas conversaciones sobre política y se olvidaron un poco de nosotros, que seguíamos cabalgando y nada más. También empecé a cruzarme con Carlos en la ruta, cuando regresaba del colegio. Pero era tan sólo un intercambio de bocinazos. Mi única amiga me previno: Al pelirrojo le habían puesto el mote de “loco”, porque era medio arrebatado. –Pues, conmigo no se nota–, le contesté.

Corría 1955 y en Buenos Aires pasaban cosas importantes que mis padres celebraban. Cuando cayó “el tirano”, en el pueblo pasó algo que haría que el pelirrojo fuera un héroe para mi padre y para algunos más. Enlazó el busto de “ella”, que estaba enclavado en el centro de la plaza, lo arrancó con un tractor y lo paseó arrastrándolo por todo el pueblo. Esta acción fue el centro de los comentarios durante meses. – ¿Viste? – Me dijo mi padre el viernes cuando llegué del colegio. – Realmente te conviene, valiente el hombre. No le contesté nada, porque él no sabía que en el colegio alguien se había enterado de que Carlos iba a hacer eso, y me volví a escapar.

Fui directa a la plaza donde estaba el busto de “la embanderada de los humildes”, como le decían en la radio que escuchaban los peones en mi casa cuando hablaban entre ellos sin ningún patrón ni el capataz cerca y yo escondida, para escucharlos. Ya no estaba, pero las huellas que había dejado al arrastrarlo, me llevaron hasta detrás del tractor de Carlos, que no iba tan ligero. Se veía que quería florearse con su actitud. Me mantuve a unos doscientos metros para que no me viera y lo seguí en su recorrido por todo el pueblo. No pude evitar la pena al ver los grupos de hombres y mujeres llorosas parados en las esquinas; ellas, enjugándose el rostro con el delantal. Los hombres con mirada atónita, pero apenas vi que uno o dos alzaban el puño en alto. Sólo pude comprender su inacción a la noche, en la cena, cuando mi padre dijo que por fin había una verdadera revolución, que hasta habían bombardeado Plaza de Mayo. Tuve ganas de decir que yo también había estado negreando ese día, porque me parecía que era lo mismo que lo que hacía el primo Javier, aunque ya para ese entonces comprendía bien la diferencia y sabía la que se desataría en la mesa si largaba la frase, así que decidí callarme la boca. Como la gente pobre del pueblo, pensé.

 


 


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