sábado, 8 de enero de 2022

EL DESARMADERO


 

1

 

- ¿Y a usté qué le parece, don Gabriel?

- Mire, no creo que las vuelvan a ver más si  las entregan.

- Y, sí, pero andan por los campos... ¿Cómo les explicamos?

- Acá siempre se necesitaron, qué le parece. Uno no puede quedarse así, sin nada, de golpe.

-  Dicen que es para registrarlas nomás.

- Pero cuando las compramos, las registramos.

- Y... sí.

- Entonces no es por eso, es para sacarlas de acá, hombre.

- ¿Usté cree? El campesino no contestó. Mirando el horizonte dijo:

- No las voy a llevar. Si llega el caso, les voy a decir lo que ya sabemos, que en el campo siempre hicieron falta, y uno las tiene con esfuerzo, no las vamos a perder así nomás. ¿Y usté?

El otro se quedó un rato en silencio, como masticando la respuesta:

- Tengo miedo, vio. La familia... las chicas.

Sin más, se despidieron, y Simón, con sus arrugas curtidas de chacarero, subió al alazán y lo taloneó. Gabriel Lacombe se quedó mirando el galope corto del caballo. Después se rascó la cabeza por encima de la frente, levantando un poco la gorra en un gesto característico, y por fin se acercó a la herrería. El peón lo miró:

- ¿A usté qué le parece, don Gabriel? ¿Y si vienen por acá?

- Estuviste escuchando

- Y, sí...

- Si vienen las escondemos. ¿Terminaste de engrasar el arado?

- Sí.

- Hay que salir cuanto antes. Vení  ayudáme a sacarle la batería vieja.

- Ese tractor no da más.

- Es un Deutz, otro año tira.

- Sí, pero vio el año pasado cómo nos fue, meta parar cada dos por tres, que los aros de los pistones se engranan, que la varilla de la bomba inyectora-. El peón fingía desentenderse, pero lo miraba de reojo, para avistar el sentimiento.

- Son fierros viejos, hay que armarse de paciencia.

- Uf, siempre lo mismo.

- Bueno Abel, no mascullés más y vení ayudáme. Ya se nos fue marzo y con las pariciones perdimos mucho tiempo, hay que apurarse.

- ¿A cuál le metemos este año?

- El cuadrito chico del otro lado del molino, el que está contra González, y el de este lado, el de la ruta.

- ¿Y qué va a hacer si vienen?

- Veremos- Ahora era Lacombe quien parecía rumiar las posibilidades. Colocaron la batería nueva, y el peón enganchó el arado.

- ¿Empiezo por el del molino?

- Metele nomás. A la hora de la cena te voy a reemplazar.

 

 La tierra negra que levantaba la reja, humedeciéndose y brillando al sol, atraía el reguero de gaviotas cuya estela alborotaba detrás del tractor. Abel manejaba automáticamente, sin percibir ya el olor del humus, ni la belleza de los colores de los pájaros ni sus graznidos, acostumbrado como estaba a seguir el surco.

Pero no sé don Gabriel, tan inteligente, qué le pasa ahora. Si hay que entregar los fierros, hay que entregarlos. Tuvo que detener el tractor para ver qué pasaba, porque una de las rejas se había atascado. Largó una puteada mientras sacaba la piedra, y subió otra vez al tractor. Menos mal que ahora las cosas van a andar más derechas, como dijo el general ese, se consoló mientras se reacomodaba sobre el asiento.

 

2

- ¿Habrá goma espuma, madre?

- Sí, ¿mucha? ¿Para qué la querés?

- o telgopor, por aí’ es mejor- Lacombe había sacado una larga caja de metal de su escritorio, y estaba por forrarla por dentro con el material aislante que le había pedido a su mujer. Quería asegurarse de alguna manera. Al rifle lo metería debajo de las tablas del piso de la habitación que usaba como archivo y escritorio. Iba sacando de la habitación pilas de papeles que acomodaba al lado de la puerta. Miró la biblioteca y con gran pena empezó a retirar algunos libros, folletos, la foto de Fidel Castro.

En cuanto la mujer se acercó a esa ala de la galería, comprendió. Sin decir nada, fue a buscar querosén.  Al rato, ambos acarreaban las pilas de papeles hasta el gallinero. Trabajaron febrilmente, sin necesidad de hablar demasiado. Al cabo de varias horas, un montoncito de papel carbonizado humeaba hacia el potrero de las lecheras desde el gallinero; y un rifle y una carabina veintidós habían quedado resguardados en la caja, con cuidadoso esmero, para que la humedad no taladrara la sutileza del mecanismo de hierro, o estropeara la madera de la culata.

- Voy a cenar primero, madre, porque así viene Abel. Que cene y se acueste, y mañana a las cinco me va a reemplazar. Decíle que deje la petisa en el corral, así va en ella y yo me vuelvo también después; ahora me llevás en el coche.

- ¿Y la dieciséis?

- ¡Todo no podemos esconder! - explotaron los nervios del chacarero. -¿Y las comadrejas? ¿Los perros salvajes? Tener todo guardado es... Además, no sabemos... en una de esas...  El hombre hizo una pequeña pausa para agregar casi de inmediato:

 - Pero es imposible.

- ¿Qué?

- No hay condiciones. ¡Campesinado armado! No me hagan reír.

Cenaron en silencio mientras los hijos se peleaban por un libro y Lacombe los retó varias veces, hasta que los mandó a dormir. Una luz en la tranquera que daba a la ruta les erizó los nervios. Al rato, entre el ladrido de los perros, reconocieron a Roberto, otro chacarero que vivía más lejos que Simón.

- Buenas, buenas.- Se dieron la mano y pasaron a la cocina donde la mujer preguntó por la otra mujer, y por los chicos. Roberto no quiso cenar pero aceptó un cafecito.

- ¿Empezaste a arar?

- Hoy.

- ¿Qué me contás del gobierno?- preguntó Roberto.

-  ...

-  Hoy estuve por el pueblo. Me encontré con Simón y lo acompañé por el asunto ése. En frente a la comisaría, ái’ nomás en la calle, los milicos armaron una pila con las armas que entregó la gente y las subieron a un camión. Así nomás. Las tiraban como si fuera basura.

Lacombe no dijo nada.

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