1
- ¿Y a usté qué
le parece, don Gabriel?
- Mire, no creo
que las vuelvan a ver más si las
entregan.
- Y, sí, pero
andan por los campos... ¿Cómo les explicamos?
- Acá siempre se necesitaron, qué le parece. Uno no puede
quedarse así, sin nada, de golpe.
- Dicen que es para registrarlas nomás.
- Pero cuando las
compramos, las registramos.
- Y... sí.
- Entonces no es
por eso, es para sacarlas de acá, hombre.
- ¿Usté cree? El
campesino no contestó. Mirando el horizonte dijo:
- No las voy a
llevar. Si llega el caso, les voy a decir lo que ya sabemos, que en el campo
siempre hicieron falta, y uno las tiene con esfuerzo, no las vamos a perder así
nomás. ¿Y usté?
El otro se quedó
un rato en silencio, como masticando la respuesta:
- Tengo miedo,
vio. La familia... las chicas.
Sin más, se
despidieron, y Simón, con sus arrugas curtidas de chacarero, subió al alazán y
lo taloneó. Gabriel Lacombe se quedó mirando el galope corto del caballo.
Después se rascó la cabeza por encima de la frente, levantando un poco la gorra
en un gesto característico, y por fin se acercó a la herrería. El peón lo miró:
- ¿A usté qué le
parece, don Gabriel? ¿Y si vienen por acá?
- Estuviste
escuchando
- Y, sí...
- Si vienen las
escondemos. ¿Terminaste de engrasar el arado?
- Sí.
- Hay que salir
cuanto antes. Vení ayudáme a sacarle la
batería vieja.
- Ese tractor no
da más.
- Es un Deutz,
otro año tira.
- Sí, pero vio el
año pasado cómo nos fue, meta parar cada dos por tres, que los aros de los
pistones se engranan, que la varilla de la bomba inyectora-. El peón fingía
desentenderse, pero lo miraba de reojo, para avistar el sentimiento.
- Son fierros
viejos, hay que armarse de paciencia.
- Uf, siempre lo
mismo.
- Bueno Abel, no
mascullés más y vení ayudáme. Ya se nos fue marzo y con las pariciones perdimos
mucho tiempo, hay que apurarse.
- ¿A cuál le
metemos este año?
- El cuadrito
chico del otro lado del molino, el que está contra González, y el de este lado,
el de la ruta.
- ¿Y qué va a
hacer si vienen?
- Veremos- Ahora
era Lacombe quien parecía rumiar las posibilidades. Colocaron la batería nueva,
y el peón enganchó el arado.
- ¿Empiezo por el
del molino?
- Metele nomás. A
la hora de la cena te voy a reemplazar.
La tierra negra que levantaba la reja,
humedeciéndose y brillando al sol, atraía el reguero de gaviotas cuya estela
alborotaba detrás del tractor. Abel manejaba automáticamente, sin percibir ya
el olor del humus, ni la belleza de los colores de los pájaros ni sus
graznidos, acostumbrado como estaba a seguir el surco.
Pero no sé don
Gabriel, tan inteligente, qué le pasa ahora. Si hay que entregar los fierros,
hay que entregarlos. Tuvo que detener el tractor para ver qué pasaba, porque
una de las rejas se había atascado. Largó una puteada mientras sacaba la
piedra, y subió otra vez al tractor. Menos mal que ahora las cosas van a andar
más derechas, como dijo el general ese, se consoló mientras se reacomodaba
sobre el asiento.
2
- ¿Habrá goma
espuma, madre?
- Sí, ¿mucha?
¿Para qué la querés?
- o telgopor, por
aí’ es mejor- Lacombe había sacado una larga caja de metal de su escritorio, y
estaba por forrarla por dentro con el material aislante que le había pedido a
su mujer. Quería asegurarse de alguna manera. Al rifle lo metería debajo de las
tablas del piso de la habitación que usaba como archivo y escritorio. Iba
sacando de la habitación pilas de papeles que acomodaba al lado de la puerta.
Miró la biblioteca y con gran pena empezó a retirar algunos libros, folletos,
la foto de Fidel Castro.
En cuanto la
mujer se acercó a esa ala de la galería, comprendió. Sin decir nada, fue a
buscar querosén. Al rato, ambos
acarreaban las pilas de papeles hasta el gallinero. Trabajaron febrilmente, sin
necesidad de hablar demasiado. Al cabo de varias horas, un montoncito de papel
carbonizado humeaba hacia el potrero de las lecheras desde el gallinero; y un
rifle y una carabina veintidós habían quedado resguardados en la caja, con
cuidadoso esmero, para que la humedad no taladrara la sutileza del mecanismo de
hierro, o estropeara la madera de la culata.
- Voy a cenar
primero, madre, porque así viene Abel. Que cene y se acueste, y mañana a las
cinco me va a reemplazar. Decíle que deje la petisa en el corral, así va en
ella y yo me vuelvo también después; ahora me llevás en el coche.
- ¿Y la dieciséis?
- ¡Todo no
podemos esconder! - explotaron los nervios del chacarero. -¿Y las comadrejas?
¿Los perros salvajes? Tener todo guardado es... Además, no sabemos... en una de
esas... El hombre hizo una pequeña pausa
para agregar casi de inmediato:
- Pero es imposible.
- ¿Qué?
- No hay
condiciones. ¡Campesinado armado! No me hagan reír.
Cenaron en
silencio mientras los hijos se peleaban por un libro y Lacombe los retó varias
veces, hasta que los mandó a dormir. Una luz en la tranquera que daba a la ruta
les erizó los nervios. Al rato, entre el ladrido de los perros, reconocieron a
Roberto, otro chacarero que vivía más lejos que Simón.
- Buenas,
buenas.- Se dieron la mano y pasaron a la cocina donde la mujer preguntó por la
otra mujer, y por los chicos. Roberto no quiso cenar pero aceptó un cafecito.
- ¿Empezaste a
arar?
- Hoy.
- ¿Qué me contás
del gobierno?- preguntó Roberto.
- ...
- Hoy estuve por el pueblo. Me
encontré con Simón y lo acompañé por el asunto ése. En frente a la comisaría,
ái’ nomás en la calle, los milicos armaron una pila con las armas que entregó
la gente y las subieron a un camión. Así nomás. Las tiraban como si fuera
basura.
Lacombe no dijo
nada.
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