En el campo, en tiempo sin corriente eléctrica, un aparato de radiotransmisor es elemental. Radio escuchábamos mientras barríamos los patios, radio mientras se regaba la quinta, radio tenían los peones en su casa cercana al garaje. Radio a toda hora. ¿Las emisoras? LU2, Radio Bahía Blanca y LRA, Radio Nacional Santa Rosa, eran las preferidas, por sus programas y su música (a mamá le gustaba el folklore de radio Santa Rosa, donde había un programa: “Tardecitas pampeanas”. La de Bahía nos daba las noticias de la zona y entonces entraba Carhué, nuestro pueblo). Llegábamos a pelearnos entre nosotros, por ver quién se llevaba la radio a acompañar sus quehaceres cotidianos. Los domingos a la noche, nuestros padres escuchaban “Las dos carátulas”, teleteatro que ponía a su audiencia hasta tragedias griegas.
Un día, yendo al pueblo, papá puso el dial del auto en una
emisora inexistente: se escuchaban sólo descargas. Y protestamos que ahí no
había nada. Entonces nos explicó que era el punto de LU 25, Radio Carhué, que
todavía no había empezado a transmitir pero que en cualquier momento lo haría.
Escuchábamos la descarga radial, esperanzados de ser unos de los primeros en
escuchar la primera palabra al aire, aunque eso nunca sucedió.
Radio Carhué era una radio de pueblo, con locutores,
operadores y productores aficionados y conocidos por todos. El dueño se llamaba
Mario Fernández, y el “todo servicio” en la radio, Víctor Albarrán. Él hacía un
programa de folklore a la tardecita, que empezaba con versos del Martín Fierro, ladrar de perros y ruidos
de cascos sobre el camino (algunos decían que a los ruidos de cascos los hacía
con una baldosa, no sé cómo haría el ladrido).
Lo cierto es que criticándola todo el mundo, todo el mundo
la quería. Era nuestra radio, la radio del pueblo. A veces metían la pata, como
una vez que inmediatamente de una necrológica dijeron el slogan de la tienda
“El gaucho”…: “Falleció en nuestra ciudad fulano Pérez… Fue una gauchada de
grandes tiendas El gaucho”. Pero peor fue la vez que el locutor dijo “Llueve
torrencialmente sobre nuestra ciudad”, y en realidad era que se les estaba
rebalsando el tanque de agua. La queríamos tal vez por eso, porque nos era
cercana y familiar, porque se mandaban las mismas macanas que nos podíamos mandar
en casa.
Así que no nos cayó tan bien el chiste de una niña,
seguramente mandada por mayores, en El club de los pibes, programa de los
sábados a la mañana. Es cierto que a veces la frecuencia se cortaba, no tenía
potencia o se superponía con otra. Pero no era para tanto. La niña dijo que
tenía una adivinanza. “¿Cuál?, decíla” dijo la locutora, a lo que la niña no se
hizo rogar: “Anda y no anda ¿Qué es?”. Todos opinaban pero nadie acertaba,
entonces la mocosa impertinente soltó: “Radio Carhué”. Inmediatamente la voz de
la locutora intervino para anunciar una tanda comercial, pero todos nos
ofendimos un poco con la situación, porque en los pueblos las cosas no se dicen
así, en la cara, se dicen por detrás. Pero por sobre todo, porque la radio era
nuestra, era de todos.
(Relato publicado en el libro Prendí la radio y se encendió el aire (2013) Neuquén, UNC Calf)
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