Anoche tiré los
huesos de mi hermana al río. Los llevaba conmigo desde hacía muchos años, en un
viejo canasto de ropa sucia. Me acerqué a la ribera, lo puse boca abajo, y
apretando con fuerza los laterales cercanos al fondo, lo alcé y sacudí con tres
movimientos firmes. Al caer, produjeron un ancestral chapaleo de objeto que se
hunde. El remolino del agua se los llevó. A veces rebullía y brillaba una
arista cortante, o el filo de una vértebra bajo la luz de la luna. Me senté en
la orilla un instante hasta verlos irse.
Los huesos,
antes siempre en el canasto de ropa sucia, en el baúl del auto como una
compañía lúgubre que tañía a cada barquinazo, a cada vuelta de esquina, o en el
bache profundo de alguna carretera; los huesos, ahora, bajo cientos de mililitros
de agua. Respiré hondo. Estaban dentro del canasto, en el baúl, desde que se
inundara el cementerio. Los había sacado cuidadosamente de la tumba, sin más
compañía que un pico y una pala.
Hacía casi un mes que
los habitantes del pueblo habían enloquecido al enterarse de que pronto la
crecida iba a anegar el cementerio, destruir las lápidas, romper los ataúdes,
revivir el vaivén de la vida en el lugar que suponían silencioso y dormido,
eternamente acunado por arrullos de torcazas. De manera que un gradual desvarío
había ido apoderándose de todos. No pude sustraerme, y me dejé llevar por el
ondular de los chismes, las distintas versiones, los delirios y las fantasías
de la gente. Sola, cargué las dos únicas herramientas que tenía, viajé casi
seiscientos kilómetros, y cuando llegué, acudí directamente al cementerio.
Parecía un pueblo bombardeado durante la guerra: trozos de ornamentos
mortuorios apilados a los costados de los senderos; montones de tierra por
todos lados y desparramadas aquí y allá, manijas y tapas de ataúdes podridos
por el tiempo. Mientras forcejeaba con la lápida, recordé mi infancia.
Trozos de
palabras y de imágenes se armaron como un rompecabezas dentro de mí. Correteaba
por los senderos, vestidito blanco con puntillas, hasta que mi madre me llamaba
para limpiar el remedo de capillita que presidía la tumba de mi hermana. Mamá
regenteaba la secuencia fija del ritual. Primero, los objetos más cercanos al
vidrio de la puerta: un florero diminuto de loza con pequeñas flores de
plástico y una estatuilla de la virgen de Luján forjada en hierro y cubierta
con alpaca u otro metal noble. Luego venía la foto de mi hermana, enmarcada en
el mismo material que la virgen. Una imagen sepia, opaca, desde donde me
increpaba un tiempo desconocido. Ni siquiera me miraba. Era una niña a la que
en vida llamaban “Negrita”, en brazos de alguien ausente, porque la fotografía
había sido recortada para que su tamaño coincidiera con el del pequeño
portarretrato. En casa no había fotos de la hermana, así que me quedaba
mirándola un rato, intentando grabar su rostro en mi memoria.
Mientras
sacaba una a una las ofrendas, arrodillada junto a la lápida bajo la mirada
atenta de mi madre, una leve opresión invadía mi estómago. Después seguían dos
o tres objetos más, que representaban el breve pasado de mi hermana. Entonces
retiraba la carpeta de plástico blanco y me apresuraba a alejarme unos pasos
para lavarla con agua y detergente. Mamá, en tanto, elegía los mejores
pimpollos y los brotes verdes más nuevos para adornar los floreros exteriores.
Uno de ellos estaba sobre el lugar donde imaginaba sus pies.
Otra vez
sentía un leve malestar en el estómago... ella, ahí abajo... ¿por qué yo, acá
arriba? ¿Ella podría venir conmigo, o yo tendría que estar bajo tierra para que
pudiéramos encontrarnos? ¿Estará dormida si voy? ¿Su cabeza mirará hacia arriba
o hacia el costado? ¿Por qué ella está adentro, y yo afuera? ¿Afuera de qué?
¿Adentro de qué? Un delgado hilo nos unía, a mí y a ella, en la vida y en la
muerte. El nombre. Me apuñalaba los sesos. Me llamaban igual, había nacido poco
después de su muerte. En tanto, mi madre sacudía la tierra del ángel que
coronaba la capillita.
Ciega de furia y
angustia, le di los últimos golpes a la tierra, y saqué un pequeño ataúd semipodrido,
cuyos pedazos quedaron en los costados del pozo. Retiré la tapa, carcomida por
la humedad de la tumba, y apareció ante mí un pequeño esqueleto infantil, casi
intacto, enterrado hacía veinticinco años. Cuando abrí los ojos, cerrados un
instante o una eternidad, vi a dos o tres curiosos que merodeaban alrededor.
Nadie había intentado exhumaciones en esa área, porque se suponía que los bebés
y niños ya habían sido disueltos por el paso del tiempo.
Alguno
sugirió dejar todo como estaba, pero ensordecida y frenética, saqué uno a uno
los huesos y el cráneo que habían llenado tanto tiempo mi memoria y los fui
depositando en el canasto de mimbre. Después lo cargué con ambos brazos, sin
preocuparme por el montículo de tierra que quedaba junto a la fosa vacía.
Ninguno de los curiosos me siguió.
Habían regresado a sus muertos.
Dejé el
canasto en el piso, abrí el baúl del auto y lo introduje allí. No quise
buscarles otro cementerio, por evitar el papelerío de innumerables trámites.
Decidí que hacía muchos años que llevaba a la muerta conmigo, de todas maneras,
así que qué más daba.
Anoche sentí
que debía dejarla descansar. La casualidad o el sino inevitable coincidieron
para que finalmente lo hiciera bajo el agua. Me había sido imposible obtener un
lugar en ningún cementerio: ¿cómo explicar la tenencia de los huesos? Vivía en
un departamento sin patio, en la ciudad, y mi conducta habría sido extraña para
la gente conocida. Así que sola otra vez, elegí el río.
En el lugar
donde me había detenido, el torrente se desplazaba lleno de vitalidad, para
ensancharse luego. A mi lado pasaban hojas plateadas por la luna, nítido
testigo de la ceremonia. Pensé en esa otra agua, estancada, sobre el
pueblo-atlántida moderna y sobre las criptas derruidas. Imaginé el moho, junto
a las cornisas que sobresalían del agua; y la melancolía de ese paisaje, bajo
la misma luna, confortó mi alma atormentada. La reliquia entrañable descansaría
bajo el líquido limpio que sigue su camino, y no continuaría su pudrición en el
pantano donde la fertilidad de la naturaleza había sido ahogada por vallas y
cementos mortuorios.
Después de
unos minutos, dejé caer el canasto que se alejó flotando. Regresé al auto por
el sendero bordeado de piedras. Antes de encenderlo, respiré hondo. Enfilé
hacia la carretera, y por un instante, me sorprendí queriendo escuchar el leve
tintinear de huesos en el baúl. El silencio, apenas interrumpido por el
ronronear del auto, invadió el ambiente. Mientras volvía suspiré otra vez, con
la certeza de que ya podíamos descansar. Todavía la luna iluminaba la
carretera.
(Cuento finalista en el Concurso I Premio internacional Maestro Francisco González Ruiz; publicado en Antología de Cuentos Breves (2021)Madrid, Hoyesarte)
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