Gabriel tiene el cabello
negro y unos ojitos vivaces e inteligentes. Nació en los cerros. Su piel es del
color de la tierra. Su cuerpo menudo y ágil corretea por entre los neneos,
recordando otro tiempo, cuando descalzo, practicaba su danza guerrera.
Arriba del
cerro más alto, le han dicho, aparece la Salamanca. Él no lo cree, pero ahí
está; y teme acercarse de noche. Un día de señalada, cuando se juntaron a comer
después del trabajo, doña Rosa Quentrequeo, con acotaciones de Antonina (a
secas, por la costumbre de todos, pero tan vieja como aquélla) ha contado la
anécdota que se fue configurando en las ondulaciones del fuego alrededor del
cual todos se acomodaron atentos. Era la historia del Juan Huilcapán; todos la
sabían ya, pero les gustaba escuchar a las viejas recrearla cada vez que se
juntaban junto al fuego, de noche, en círculo apretado, como si temieran un
poco las apariciones:
–... Era de por
acá nomá... Y le gustaba tocar la guitarra como a naides, pero no podía’ priender,
el pobre –. Gabriel nunca había escuchado el relato, así que prestó mucha
atención a las arrugas de doña Rosa, que ahora le parecieron más profundas, en
el silencio expectante que se producía mientras avivaba su memoria.
– La Salamanca e capá de yebarse la gente,
inibién la vé ... pero si le gusta el trato, ai sí que arregla –. Después de un
silencio que preparó el ánimo del auditorio, siguió la narradora: – El Juan le
pidió para tocar la guitarra, poder tocarla, apriender. – En el silencio que se
abría paso alrededor de la vieja, para escucharla, Gabriel creía ver al
maligno, riéndose sin ruido de ellos, y un estremecimiento le recorrió la
columna vertebral.
– Di a uno se
le jueron muriendo los matungo que tenía. Todos, toditos los cabayos. La última
noche, cuando murió el último pingo, él andaba como loco por el pueblo. Se
chupó unas cuantas cañas, ginebra, qué sé yo, de todo el pobre hombre. Lo
miraban con lástima, muchos ya sabían. – La mujer chupó la bombilla lentamente,
como para que el auditorio viera las imágenes que ella ya había visto otras veces
alrededor de alguna narradora.
– Y al otro día
lo encontraron muerto, con la manea colgando. Siaorcó. Todos opinaron entonces,
que era porque la parca dipué se yebaría’l padre, o a la mujer. Vaya a saber.
Se yebó el secreto a la tumba el pobre Juan. Mire que tanto entregar por tocar
la guitarra, qué cosa. – Se extinguió la voz mientras los ojos se prendían al
fuego largo rato. También esa noche todos opinaron. Pero con un leve murmullo
que no se atrevía a nombrar al maligno. Gabriel escuchaba y miraba la cara
asustada de sus mayores.
Ahora creció. Y
cuando recuerda el relato, no puede dejar de pensar que se trata de un invento
de viejas entretenidas en sucedidos. Pero no se acerca al cerro de noche, por
las dudas. Mira el Anequén con respeto, y la figura dormida en la piedra lo
estremece porque intuye su futuro eterno, o por lo menos de muchos cientos de
años. Cuenta el sucedido a sus hijos, y cree que es una forma de rendirle
homenaje a la valentía del Juan Huilcapán, ese pobre hombre que moría por tocar
la guitarra.
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