sábado, 8 de enero de 2022

EL JUAN

 


Gabriel tiene el cabello negro y unos ojitos vivaces e inteligentes. Nació en los cerros. Su piel es del color de la tierra. Su cuerpo menudo y ágil corretea por entre los neneos, recordando otro tiempo, cuando descalzo, practicaba su danza guerrera.

Arriba del cerro más alto, le han dicho, aparece la Salamanca. Él no lo cree, pero ahí está; y teme acercarse de noche. Un día de señalada, cuando se juntaron a comer después del trabajo, doña Rosa Quentrequeo, con acotaciones de Antonina (a secas, por la costumbre de todos, pero tan vieja como aquélla) ha contado la anécdota que se fue configurando en las ondulaciones del fuego alrededor del cual todos se acomodaron atentos. Era la historia del Juan Huilcapán; todos la sabían ya, pero les gustaba escuchar a las viejas recrearla cada vez que se juntaban junto al fuego, de noche, en círculo apretado, como si temieran un poco las apariciones:

–... Era de por acá nomá... Y le gustaba tocar la guitarra como a naides, pero no podía’ priender, el pobre –. Gabriel nunca había escuchado el relato, así que prestó mucha atención a las arrugas de doña Rosa, que ahora le parecieron más profundas, en el silencio expectante que se producía mientras avivaba su memoria.

 – La Salamanca e capá de yebarse la gente, inibién la vé ... pero si le gusta el trato, ai sí que arregla –. Después de un silencio que preparó el ánimo del auditorio, siguió la narradora: – El Juan le pidió para tocar la guitarra, poder tocarla, apriender. – En el silencio que se abría paso alrededor de la vieja, para escucharla, Gabriel creía ver al maligno, riéndose sin ruido de ellos, y un estremecimiento le recorrió la columna vertebral.

– Di a uno se le jueron muriendo los matungo que tenía. Todos, toditos los cabayos. La última noche, cuando murió el último pingo, él andaba como loco por el pueblo. Se chupó unas cuantas cañas, ginebra, qué sé yo, de todo el pobre hombre. Lo miraban con lástima, muchos ya sabían. – La mujer chupó la bombilla lentamente, como para que el auditorio viera las imágenes que ella ya había visto otras veces alrededor de alguna narradora.

– Y al otro día lo encontraron muerto, con la manea colgando. Siaorcó. Todos opinaron entonces, que era porque la parca dipué se yebaría’l padre, o a la mujer. Vaya a saber. Se yebó el secreto a la tumba el pobre Juan. Mire que tanto entregar por tocar la guitarra, qué cosa. – Se extinguió la voz mientras los ojos se prendían al fuego largo rato. También esa noche todos opinaron. Pero con un leve murmullo que no se atrevía a nombrar al maligno. Gabriel escuchaba y miraba la cara asustada de sus mayores.

Ahora creció. Y cuando recuerda el relato, no puede dejar de pensar que se trata de un invento de viejas entretenidas en sucedidos. Pero no se acerca al cerro de noche, por las dudas. Mira el Anequén con respeto, y la figura dormida en la piedra lo estremece porque intuye su futuro eterno, o por lo menos de muchos cientos de años. Cuenta el sucedido a sus hijos, y cree que es una forma de rendirle homenaje a la valentía del Juan Huilcapán, ese pobre hombre que moría por tocar la guitarra.

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