lunes, 13 de diciembre de 2021

ASESINAR EL CIELO

 

 

 

Sentado al costado de un canal de riego, mirando correr el agua que llevaba piedras, hojas y algún nailon, Benito Saldíbar se dejaba mecer por el viento que sacudía las ramas de los álamos. Había limpiado ese canal durante tres, cuatro días. Ya no recordaba cuántos. Fue después que me vine del pueblo, ese día de la curda, pensaba, pero se le juntaban las imágenes de la camioneta de banquina a banquina, con las de la otra, la mujer aquélla. Aquella mujer me enloqueció, pensaba, ahora ya no, o creía que no; porque entre sus ojos y la silueta de esa mujer dibujándose levemente en el horizonte, se interponía la otra fila de álamos, las bardas y el cielo, que andá a saber si no está ahí en el cielo.

Pero su instinto de hombre macho, criado para hacerse obedecer y para desconfiar, le decía que no, que el cielo estaba muy lejos todavía; mucho más lejos que lo que alguna vez se le hubiera ocurrido cuando chico, mientras rezaba ese padrenuestro pegado al olor de pino del banco de la capilla, ante los ojos atentos del padrastro, o del cura. El cielo, no ese azul descolorido por el humo, el verdadero cielo que le había prometido el maestro de cuarto grado si juntaba todos los papeles del piso. Y Benito los había juntado, pero después pensó que era poca cosa para ganarse el cielo. Y era así nomás, el cielo está muy lejos, tan lejos que ni sé si es cierto, o era una mentira de los curas de mierda, para doblarlo, cuando después, en séptimo, o en sexto, ya ni se acordaba, se le había ocurrido espiar el patio donde las filas de pupilas de las monjas pasaban hacia el comedor, para desayunar. “¡Y no vas a ir al cielo vos!”. Era la peor cachetada.

Ni al cielo ni a ningún lado. Dijo el padrastro. Y le dio una cinteada por el lomo. Para que aprendas a espiar, mocoso’e mierda. Aunque se atajaba, el viejo no aflojó. Después se acurrucó sobre la colcha, y se durmió con los mocos pegoteados a la almohada, y la imagen de un Dios de barba larga que quería abrazar a las pupilas él solo, con un brazo imponente, y que con el puño del otro lo apretaba a él, que era mucho más chiquito, casi casi hasta que le crujían los huesos. A la mañana la madre lo despertó abrazándolo, y le trajo café con leche y dulce de higos sobre los trozos del pan tostado. Pero igual pensó que la madre se tomaba ese trabajo sólo después que ese hombre lo castigaba. Las palizas eran por poca cosa, ni se imaginaba a veces que la iba a ligar. Por robar un pedazo de torta del aparador, por pelear con la hermana, por escaparse a la hora de la siesta. Ni cielo ni nada. Mejor este vacío del viento que lo acunaba, le parecía, como una gran madre-padre, mientras creía que se veía a sí mismo más joven, con los cabellos largos. ¡Parecés un indio! Le decía el hombre. Indio soy. Contestaba él con orgullo, y se iba, para no asustarse por el gesto violento del otro. Con las pesadas crenchas negras apenas agitadas por el viento que dejaba atrás, a los costados, subido al Malacara digno de un cacique.

Después se había ido. Ya tenía dieciocho, y el viejo se había tomado el derecho de fajarlo como cuando era chico. Así que juntó unas pocas cosas, y como no sabía a dónde dirigirse, pidió asilo en el prostíbulo a donde lo habían llevado hacía unos años. La vieja puta que lo había amamantado entre espasmos y sudores, se apiadó de él. Quedaron en que ayudaría al tipo de la entrada con la limpieza, y en que no apareciera por las noches en el salón. Se acomodó a la situación como pudo, y volvió a acostarse con la de la primera vez. Le parecía que ella lo quería un poco, y con eso le había bastado. Por lo demás, el cariño de todas ahí era un paraíso.

Pero después se le fueron amontonando los “andáte al cine bebé, esta noche tengo muchos clientes”. Se sintió infinitamente otra vez abandonado. Rumiaba su despecho tomando una ginebra tras otra, en el salón, habiendo roto el pacto. Las otras chicas se apiadaban y venían a abrazarlo, de vez en cuando, o a tenerle lástima; ¡lástima! Que bronca que le daba. Cuando no aguantó más, se fue. No haber conocido entonces a aquella mujer. A esa que le había parecido el cielo que buscaba desde chico, cuando subía a las bardas (meseta, dijo el maestro) para tocarlo hasta las nubes. Pero el cielo estaba más lejos, tan lejos como esa mujer que conoció cuando ya las cicatrices de tantos desengaños rociados con alcohol no le permitían aceptar que alguien pudiera quererlo.

Esa mujer no era el cielo, no señor. Lo habían engañado nuevamente. Quién puede comerse que una mujer sea un ángel, quién. Solamente él, pedazo de estúpido, antes, porque lo buscaba  y lo buscaba; quería encontrarlo en algo tangible, corpóreo. Y dónde más que en ese cuerpo de mujer, suavecito, de piel como bebé. Qué mejor. Pero ella se ponía distante cuando él tomaba, se le ponía lejos, como el cielo cuando era chico. Eso lo violentaba. Quería humillarla, lastimarla hasta lo más hondo, desenmascarar el cielo mentiroso, destrozarlo en ella. No se animó a pegarle, pero sabía que era peor, había sido peor montársela borracho, sobarla y sobarla y no acabar nunca. Aunque en el momento no era adrede, simplemente, no podía controlarse. A la mañana, se alegraba de que ella llorara ovillada a los pies de la cama. El cielo gemía, se caía. ¡Bien, mierda! Ya que no podía alcanzarlo, que se trizara como vidrio, que se corrompiera como él, que se desintegrara en ella. Parecía justo dominarla, ella no se quejaba. Pero después se iba, y él se desesperaba ante otro abandono. Corría a buscarla y prometía, como en el confesionario. Fingía por un tiempo que no había pasado nada. Ella devolvía silencio. Se quedaba, cierto, pero solamente el cuerpo. Nunca podía saber lo que pensaba, y sentía cómo se le iba de las manos, cómo se corría de su lado con distancias cada vez más infranqueables. Entonces, había decidido que él la dejaría. Él sería el que abandonaba.

Había sido bueno abandonar el cielo, el ángel, quedarse con lo suyo, su pelo negro de hijo de indio, su voluntad de fierro de araucano. Mina de mierda, las ínfulas que tenía, con él, no decirle nada, a él, que habría sido cacique si otra historia. Sabía pedacitos, pero la sabía. Había escuchado a su madre hablar con la abuela sobre él. Sabía que el padre no era el padre, y que el suyo había muerto junto con otros obreros en la construcción del gran dique. Sabía que su tatarabuelo había organizado la resistencia, y había sido prisionero y muerto por el capitán blanco, sabía todo. Por eso se había negado a hablar, muchos años, hasta que ese hombre que quería ser su padre empezó a fajarlo, a exigirle que pronunciara mínimo el saludo a los demás, cuando se levantaba.

En el agua se había atascado un terrón grande de barro, y Benito Saldíbar interrumpió sus recuerdos para aplastarlo. Si la hubiera conocido antes, tan buena que le parecía imposible. Pero no, ya había tenido otras mujeres, y algunos hijos. Ninguna como la primera, es cierto, pero era puta, y al final lo dejaba; aunque las otras tampoco se habían quedado con él. Todas lo abandonaban, como la madre, que se había casado con ese gringo hijo’e puta, para morirse después. Suerte que se había ido, si no capaz que terminaba matándolo, matando en él todo lo que odiaba, lo ajeno, lo extraño, el invasor.

Esa mujer se parecía a la primera, y se parecía a la madre. Por eso se había confundido, maldita sea. Se les parecía a las dos, y por eso el paraíso, el cielo perdido y encontrado en un cuerpo de mujer. Hasta que no soportó sus silencios, y necesitó destruirla, matar para siempre el espejismo. Pero antes la había vuelto a buscar, sinceramente convencido de que por ahí se había equivocado, que de verdad era un cielo para él. Ella estaba menos entregada. Él había sospechado la desconfianza, y ya no la llamó cielo ni ángel, ya no le salía. Capaz que ya sabía que quería matarla. Benito Saldíbar seguía la flotación lentísima de las hojas semipodridas en el agua que corría apenas, casi estancada.

No quería recordar más, porque las imágenes como garras le estrujaban el estómago. Un cachetazo en plena cara, la cabeza de ella girando violentamente al costado, sus ojos abiertos a entender, ahora suplicantes. A la mierda el cielo, había pensado. A la mierda, mientras el cuerpo de ella caía por el barrancón de la barda, golpeándose con las piedras, y haciendo un ruido espantoso contra las pircas que la detuvieron, sangrante la cabeza desarticulada. Escapó enloquecido, y mientras chupaba ginebra tras ginebra, no sentía dolor ni culpa, sino la certeza de que por fin el cielo había desaparecido. Ya no más paraíso, ni Dios ni nada. Ahora sí se sentía libre para mirar como el agua se estancaba en las acequias de la chacra, en el páramo, lo único que le había quedado de esa tierra inmensurable donde cabalgaban sus abuelos y los abuelos de sus abuelos.


(Publicado en la Antología Literaria Pluma de Oro 2013. Córdoba, Ediciones Luz del Alba)

 

 

 

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